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LA REVOLUCIÓN CONTADA COMO CHARLA DE FIN DE SEMANA

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POR GUSTAVO CORTÉS CAMPA

La famosa «Revolución Mexicana», tal y como nos la contaban y la cuentan en la escuela secundaria, la famosa «historia de bronce” (como la «Guerra de Independencia»), a la hora de la verdad, pues encontramos muchos otros hechos, digamos, intrigantes.

Si recordamos que el doctor José María Luis Mora publicó en 1833 un libro titulado «México y sus revoluciones», pues de entrada vemos que en solo 12 años «de vida independiente» ya teníamos un «historial revolucionario». Y a partir de ahí quedó, como es evidente, muchísimo más por contar. Como señala el ingeniero Bulnes, desde que comenzaron los líos en Texas, desde por lo menos 1830, cada vez que un generalito era comisionado para poner en orden a los colonos anglosajones revoltosos, cuando llegaban a los márgenes del Río Bravo y se enteraban por los lugareños la cantidad de kilómetros por recorrer de, eso sí literalmente, «territorio comanche», lo pensaban mejor, elaboraban una «proclama revolucionaria», y volvían grupas al sur «para combatir al gobierno tiránico».

Copiamos, y mal, la Constitución de Estados Unidos y como tuvimos vicepresidente, pues “se alzó” contra el presidente Guadalupe Victoria. Tuvimos también el “Motín de la Acordada”, el presidente electo salió huyendo del país y, partir de ahí no hubo paz hasta quizá 1867, pero con asegunes. (Tampoco hubo seguridad pública, caminos, escuelas, hospitales, industrias…)

Pero la de Madero, hasta el momento, en todo el mundo conocido, ha sido la única que arranca con ese elemento chusco, como de comedia carpera (ahora diríamos de” memes de YouTube») que es la de fijar día y hora para el comienzo de «la lucha». Hice enojar a mi maestro de historia secundaria y peor, porque los compañeros alumnos sí se rieron y por poco me saca del aula, cuando se me ocurrió lo que ahora comento.

Don Pancho el espiritista no tenía «intenciones revolucionarias» de ninguna clase al momento de publicar «La sucesión presidencial», sino que aspiraba a ser el vicepresidente de don Porfirio en la fórmula para las elecciones de 1910. Don Porfis no lo fumó, Madero armó una bronca, lo persiguió la policía, lo encarcelaron en San Luis, con tanta displicencia que se escapó con suma facilidad y se peló a Estados Unidos.

El 20 de noviembre se presentó en el poblado entonces llamado «Porfirio Díaz», en donde solo salió a su encuentro un primo de mi abuelo materno, Emilio Campa, un ranchero chaparrito, de ojos azules y barba rojiza, quien al paso del tiempo se convertiría en feroz enemigo de Pancho Villa.

Decepcionado, Madero regresó a San Antonio Texas. Ya para entonces lo perseguía la policía gringa; huyó a Nueva Orleáns y consideró la posibilidad de irse a Argentina. En eso le llegó la noticia de que su convocatoria «había prendido» en Chihuahua, promovida «por el primo Emilio» y por enero de 1911 regresó para ponerse al frente de la «revolución». «Ciudad Juárez» no era otra cosa que una aduana, un pequeño caserío y una reducida guarnición militar. «La toma» fue con el grupo de cuatreros, a veces gambusinos, a veces comerciantes de ganado robado, encabezado por Pascual Orozco y Villa, entre otros.

Por cierto, por marzo de 1911, Zapata se unió al grupo del profesor Pablo Torres Burgos, comisionado por Madero para hacer la revolución en Morelos. Pero ahí sucedía lo que muchas otras partes del país: con el pretexto, o «la franquicia» de la «revolución», gavillas de facinerosos se dedicaban al saqueo de pueblos y ranchos. Torres Burgos intentó frenar eso y expulsó del grupo a un tipejo llamado Gabriel Tepepa, quien se fue con sus cómplices por su lado para continuar los latrocinios, no sin antes urdir el asesinato del profesor, crimen que después fue cargado a la cuenta de los porfiristas. Descabezado el grupo, Zapata quedó como líder.

Don Porfirio renunció sin presentar pelea, enfermo y decepcionado por el resurgimiento de la violencia. «Volverán por mis métodos», dijo en la comida en su honor en Veracruz, antes de subir al «Ipiranga».

Madero «licenció» a un «ejército» que nunca fue ejército y que nunca libró una verdadera batalla. Zapata protestó en varias proclamas, mismas que jamás firmó con la rúbrica «Tierra y libertad», eso lo inventaron poco más de diez años después Gildardo Magaña y Antonio Díaz Soto y Gama, autores del mito del zapatismo al fundar el «Partido Campesino» con dinero de Álvaro Obregón.

Madero asumió la presidencia constitucional y 22 días después, Zapata lanzó el «Plan de Ayala» donde, entre otras patrañas, acusa a Madero de «instaurar una tiranía peor que la de Porfirio Diaz». (¡Panchito Madero, por favor!). El verdadero grito zapatista fue «¡Muera Madero!», en Almoloya de Juárez.

Madero enfrentó cinco levantamientos armados, el más peligroso de todos, el «Plan de la Empacadora», de Pascual Orozco, con dinero de los Creel y los Terrazas. Fue comisionado Victoriano Huerta, quien organizó la primera División del Norte y acabó con Orozco sin problemas. Por cierto, Madero tuvo la ocurrencia de recomendar a Huerta que incluyera en su tropa a «los civiles» de Pancho Villa, cosa que disgustó mucho al general de carrera. Los alojó en unos cuarteles distantes de sus tropas y en cierto momento, ordenó al coronel Rubio Navarrete que los bombardeara por insubordinados. El coronel se negó y entonces Huerta ordenó fusilar a Villa y aquí viene lo interesante. Villa rogó por su vida, se arrodilló frente a Huerta, se abrazó a sus botas y entre lloriqueos rogaba el perdón. Huerta reía a carcajadas y Rubio Navarrete aprovechó para comunicarse por telégrafo con Madero, quien ordenó que Villa fuera conducido a la ciudad de México y encarcelado.

Todo transcurría aparentemente bien para Madero. Derrotados Orozco, los Vázquez Gómez, el «sobrino de su tío» Félix Díaz, Zapata sin presentar peligro real en Morelos, salvo para rancherías indefensas, parecía despejado al panorama.

Pero el general Manuel Mondragón y el abogado Manuel Velázquez se movían en las sombras haciendo «amarres» con porfiristas y los inconformes de siempre por no conseguir «hueso» con Madero.

Desde noviembre de 1912 se tejía la intriga; la policía, esa policía que había entrenado el Porfiriato, les seguía los pasos y trataban de informar a Madero, infructuosamente. Un coronel logró audiencia con doña Sara y solo logró una fuerte reprimenda por «andar con chismes» y le prohibió tajantemente informar a su marido.

Ninguno de los involucrados cosechó del triunfo final. Victoriano Huerta fue el ganón, temporalmente.

En febrero de 1913 comenzó la violencia de verdad. Esa violencia que dejó a su paso ruina, miseria, hambre, odios, éxodo de mexicanos hacia Estados Unidos. Una violencia que no cesó hasta 1929, después de que en sucesivas oleadas, los revolucionarios se aniquilaron entre sí.

En 1929, con los auspicios del embajador Dwigth Morrow, se concretó el «Pacto de caballeros». El compromiso de transmitir el poder presidencial en paz y con acuerdo de todas las facciones, mismas que tendrían su tajada de poder.

El presidente en turno tendría seis años justos, ni un día, ni una hora más ni menos. Tendría el derecho de enriquecerse junto con su familia y su gavilla; podría, llegado el caso, ordenar despojos, asesinatos, pero cumpliendo siempre la regla. No tendría en ningún caso otro periodo en el poder. Otras gavillas esperaban su turno, sedientas de poder y dinero.
Fue el año de 1940 cuando las estadísticas ofrecieron datos de la recuperación del país… al mismo nivel que tenía en 1910. Esa fue, a grandes rasgos, nuestra «gloriosa Revolución Mexicana».

Fue un porfirismo sui géneris: sin grandeza, ni proyectos visionarios. Un porfirismo de pelafustanes.

Presionado por un mundo que observaba estupefacto el sistema mexicano, reventó por las costuras en el año 2000. Llegó la democracia, para amargura de no sólo los antiguos beneficiarios, sino paradójicamente, por una oposición que en algo contribuyó al cambio, «la izquierda», que en automático comenzó a torpedear la naciente democracia.

Valiéndose de la democracia, alcanzaron el poder. Y ahora trabajan para demoler todo vestigio democrático.

¿Lo lograrán?

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