Inicio Exclusivas LAS MADRES QUE SOMOS

LAS MADRES QUE SOMOS

1328
0
Foto especial

Tiempo de lectura aprox: 1 minutos, 47 segundos

 

Elvira Hernández Carballido

 

La madre encerrada en el maternazgo

 

Por decisión propia estoy cautiva en el maternazgo, en esta tarea, compromiso, forma de vida, decisión propia, manera de sentirme viva y extraña, útil e inútil, yo misma y otra, lejana y próxima, a veces sola y acompañada por ratos.

Aunque mi cuerpo, a muy temprana edad, anunció memorablemente mis meses de lunas rojas, sin leer doctrinas feministas yo estaba segura que mi destino no estaba marcado por mi fertilidad sino por mis sueños.

Fue así que exploré mis pasiones, fui territorio conquistado por emociones y permití suspiros que dejaron huella en la extensa playa de mi cuerpo de mujer. Sentí amorosamente los instantes del enamoramiento pero no el compromiso de eternizar ese amor en una decisión que sumara tres meses de sorpresas, tres meses de descubrimientos y tres meses de milagros.

Sin embargo, un día entre el miedo y la fuerza, entre la certeza de que sentía amor del bueno y era bien correspondida, decidí por convicción propia, por madurez ingenua, entre oleadas de ilusiones, asilar muy dentro de mí a un amado desconocido, a un nombre ya memorable sin pronunciarlo, a un ser que quiso bendecirme desde el momento en que decidí aceptarlo sin conocerlo y amarlo sin conquistarme. Y entonces mi cuerpo fue y no fue mío. Muy discreta observé crecer mi vientre como luna llena de octubre. Olvidé los silencios porque otros latidos dentro de mí me acompañaban en mis noches de insomnio feliz. Garantizaba un futuro tranquilo porque no hubo mareos ni nauseas solamente sueños de miradas inocentes y de sonrisas generosas.

Desarmada permití que abrieran mi vientre para dar paso a una personita. El temblor de mi cuerpo delataba la certeza de la responsabilidad y el amor agotador que fortalecería el resto de mi vida. Permití anestesias y sondas, sueros e inyecciones. No protesté de las fatales puntadas que hilvanaron mi vientre, ese vientre que se quedó partido por siempre, seguramente para recordarme el compromiso firmado con sangre y amor del bueno.  Fue así como en mis brazos bordaba un amor inocente, bello y amado. El mismo que me observó cauteloso, el mismo que atisbé sorprendida. Nos miramos dudando el uno de la otra, yo misma de mí y de esa mujer aprendiz del maternazgo en que ya estaba convertida.

Y mi cuerpo otra vez resultó un desconocido. Mi ombligo era una estrella coronada por un cometa. Mis dos medias lunas nutrían amorosamente esa alma nueva. La sonrisa de mujer complacida se tatuaba en mi vientre. Mi nube sin algodón esperaba resignada el reencuentro con el placer de mis hormonas adormiladas.

Él y yo, hijo y madre, nos fuimos descubriendo y simplemente decidimos querernos. Yo aprendí torpemente a cuidarlo y protegerlo, me dediqué mucho más a amarlo. Me llama madre y todavía siento muy extraño… Pero juro que yo decidí vivir cautiva en mi maternazgo. En esa tarea de cuidar al otro, de vivir por el otro y dar lo que se pueda por el otro. En esa sensación de amar tanto que asusta pero inspira. En esa tarea de regañar sin convicción y de preocuparse sin razón. Es así como ejerzo el maternazgo e intento seguir siendo yo misma a la vez que voy convenciéndome que también soy madre.

Dejar una respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here