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LOS PELIGROS DE JUGAR A LAS FUERCITAS

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El conflicto entre los gobernadores de los diez estados de la Alianza Federalista y el gobierno federal no deja de escalar. Los primeros sostienen que el Centro les escamotea recursos y que el trato fiscal que reciben es discriminatorio. El segundo asegura que el presupuesto se reparte de acuerdo con el marco legal vigente y que la reacción de los mandatarios estatales tiene que ver con las elecciones venideras.

El martes, el Presidente retó a los gobernadores a consultar a los ciudadanos para saber si están de acuerdo con abandonar el pacto de coordinación fiscal (que no el pacto federal, como se ha dicho incorrectamente). Éstos respondieron que tomaban la palabra a López Obrador. Pero ayer éste los criticó de no decir la verdad a sus gobernados, pues la Federación, aseguró, nada debe a sus estados.

En entrevista, el gobernador de Guanajuato –miembro de la Alianza– me aseguró que su entidad había dejado de recibir 23 mil millones de pesos del gobierno federal desde que López Obrador asumió el poder. Y agregó que mientras Oaxaca, con sus cuatro millones de habitantes, tiene un presupuesto de 130 mil millones de pesos, Guanajuato, con una población de seis millones, ejerce 93 mil millones de pesos.

—En una federación, ¿no tienen responsabilidad los estados más favorecidos con los menos desarrollados? ‒le pregunté.

—Sí, pero esa solidaridad no puede tener como base la afectación de los estados más productivos.  

Tenga quien tenga la razón, el diferendo no es sólo un asunto coyuntural, producto de diferencias ideológicas. En el origen están dos temas que se remontan a muchas décadas, si no es que a siglos.

1)  El persistente centralismo, que siempre ha sido una suerte de colonialismo. La insistencia en manejar todo desde la Ciudad de México, que ha causado un gran resentimiento en los estados, desde donde se ve al gobierno federal como abusivo; y a los capitalinos, como privilegiados.

2)  Dos concepciones distintas de desarrollo, que han dado lugar a dos Méxicos. Por un lado, las regiones Norte, Bajío y Occidente, con un crecimiento económico que rivaliza con el de países asiáticos aventajados; por otro, la región Sur-Sureste, con estados que se comparan en desarrollo con naciones africanas.

En tiempos en que recorren el mundo la insubordinación ciudadana y la crisis económica derivada de la pandemia, la brecha entre esos distintos Méxicos sólo tenderá a abrirse más. Es también un momento propicio para el florecimiento del lenguaje demagógico y la polarización.

Por desgracia, este diferendo no se va resolver con razones y sensatez. Es mucho más factible que la contracción económica lleve a los pobladores de cada una de esas regiones a comprarse el pleito protagonizado hasta ahora por políticos.

Los gobernadores de la Alianza presentan el problema como resultado de un abuso por parte del gobierno federal. Éste habla de aquéllos como “privilegiados”, “corruptos”, malos para gastar los recursos públicos y enemigos de los programas sociales. Me temo que en las actuales circunstancias ‒ante la imposibilidad de que las autoridades de todos los niveles y de todas las procedencias políticas puedan dar los resultados esperados‒, los gobernados se alinearán con alguna de las partes y culparán a la otra de sus desventuras.

Así, se corre el riesgo de hacer resurgir viejas rencillas como las que hay entre el México del norte y el sur, el Centro y los estados, los creyentes y los jacobinos. Si usted se fija, el actual diferendo tiene vasos comunicantes con aquellos agravios.

El enfrentamiento verbal va subiendo de tono. Si no se actúa pronto para promover la unidad de propósitos, acabaremos viviendo las consecuencias de polarizar al país. Todos tenemos la responsabilidad de no dejar que sigan escalando esas pasiones, pero, por su cargo, quien mayor empeño debiera poner en esa tarea es el Presidente de la República.

Este problema, como otros que han aflorado en el país, se resuelve con diálogo. Y en un diálogo las partes tienen que estar listas no sólo para encontrarse en la mesa de las negociaciones, sino para ceder. El juego de fuerzas que estamos viendo sólo puede abrir viejas heridas y desgarrar a la República.

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