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NO SON 200 MIL MUERTES

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Por Mario Luis Fuentes/ @MarioLFuentes1

México rebasó la cifra oficial de las 200 mil personas fallecidas por la COVID19; sin embargo, el dato es mucho menor al efectivamente real; y eso se puede afirmar con los propios datos de la dependencia respecto de las muertes en exceso; pero también con la estadística preliminar sobre mortalidad en México, publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).

Frente a lo anterior, lo más importante es tener claridad de que los datos son siempre una especie de ficción y que siempre están sujetos a la visión de quien los presenta. Que nunca pueden ser tomados como un reflejo fiel de la realidad o incluso, en el peor de los casos, como la realidad misma.

De ahí que resulte doblemente ofensiva la posición oficial del gobierno, respecto de que consignar “números redondos” tiene como exclusivo y mezquino propósito hacer crecer el valor de las acciones de los diarios y medios de comunicación, o bien para vender mayores espacios publicitarios. Pocas cosas pueden ser dichas con tal nivel de frivolidad, pero también con tal nivel de irresponsabilidad en el ejercicio público.

La fantasmagoría del dato nos atrapa en el carácter ficcional de la narrativa gubernamental, la cual es cada vez más fría y cursi, sobre todo ante el uso de fórmulas trilladas y gastadas como la de que “detrás de cada número hay una familia” o “cada una de las muertes es dolorosa”. Y no es que estas afirmaciones sean falsas, sino que su uso reiteradamente propagandístico las desgasta y las despoja de cualquier significado relevante.

Lo que es cierto es que estamos ante una especie de adormecimiento, una forma casi psicodélica de letargo social, en el que la muerte, el dolor, la tristeza por los seres que perdemos a diario, pareciera tener un efecto paradójico: a mayor desesperanza, mayor esperanza y fe en el discurso semi religioso de la presidencia de la República, desde el que se apela a “tener esperanza”; a aferrase a la idea de que lo mejor viene; que todo está cambiando para bien y que todo habrá de avanzar hacia una profunda y positiva transformación de México.

Así, en la medida en que crecen los maremotos de la violencia, la pobreza y la muerte excesivamente evitable, también parece afianzarse en amplios sectores de la población una especie de “estela de confianza”, relativa a que el carisma atribuido al titular del Poder Ejecutivo, será suficiente para que México se convierta de una vez por todas en el país justo y de igualdad al que todas y todos aspiramos.

Es cierto que la muerte es una realidad ineludible para el ser humano; sin embargo, en nuestro contexto, lo que es evitable son los contagios, la muerte prematura y violenta y el hambre y la vida en circunstancias límite debido a la insuficiencia de dinero y recursos para una vida con dignidad.

De manera trágica, en los últimos gobiernos, de todos los signos y en prácticamente todos los órdenes y niveles, lo que ha predominado es el culto a la personalidad de quienes detentan el poder. Y en esa medida, lo que realmente importa es la imagen, la popularidad, las mediciones de aceptación y aprobación del gobierno, como si eso fuese equivalente a gobiernos eficaces y de calidad que garantizan el cumplimiento universal de los derechos humanos. No olvidemos que Augusto, Calígula y Nerón fueron altamente populares, y que incluso éste último -cuenta la leyenda-, se regocijó tocando la lira mientras Roma ardía en llamas para luego ser aclamado como su gran reconstructor.

Ningún gobierno puede, al menos no desde una perspectiva ética, jugar “al conteo de los muertos” en el marco de su estrategia propagandística. La vida humana y el cuidado de su dignidad no admiten ese nivel de indolencia. Y es que debe aclararse: hablar de exceso de mortalidad debe entenderse, no como si hubiese un “número admisible de decesos”; sino como un estado de crisis ética en tanto que se está dejando morir a personas cuando se cuenta con los recursos suficientes para evitarlo.

Al plantear la gestión de la pandemia como lo ha hecho, dando prioridad a una estrategia propagandística, y no a una de protección de la vida con lo mejor de los avances que tiene nuestro país en materia de salud pública, se ha puesto del lado de la necropolítica: afirmar el proyecto a pesar de la muerte y, cuando es necesario, de la mano de la muerte; una forma de plantear una relación del Estado con “el pueblo”, en el que lo relevante es “la causa”, “el movimiento”, y no la protección plena de la vida de cada uno de aquellos que formamos parte del Estado nacional.

La lógica que se ha asumido consiste en avanzar, sin ningún atisbo de autocrítica, en el plan inicial del gobierno; como si nada relevante hubiese pasado entre el 1º de diciembre del 2018 y el día de hoy. Avanzar sin mirar ni escuchar a los otros; concretar los proyectos de inversión; navegar por el embravecido mar de la pandemia con los remos de los programas sociales prioritarios del presidente, y esperar a que, a partir de 2022, comiencen a cosecharse los pretendidos frutos que tendrá la estrategia planteada para la llamada cuarta transformación del país.

Por eso es importante decir que no estamos ante 200 mil muertes; que la cifra es mucho mayor; pero que en esa magnitud se cifra al mismo tiempo su inconmensurabilidad. Porque se puede contabilizar el número de ataúdes y cadáveres; pero no la pérdida irreparable de escenarios y posibilidades de vida; de sueños irrealizados; de proyectos e ilusiones cancelados ante la sonrisa tétrica de los responsables de comunicar día a día, como si de una exhibición macabra se tratara, el número de personas a quienes se les ha extendido su respectivo certificado de defunción.

Hay que repetirlo una y otra vez: no son 200 mil muertes; es la renuncia a hacer todo lo posible porque la tragedia no crezca más; a modificar visión y proyecto ante una realidad disruptiva de todo lo conocido hasta ahora y que nos obliga a replantearnos todo en términos del modelo y curso de desarrollo seguido, no en la llamada “negra noche neoliberal”, sino en más de 200 años de vida independiente en que no hemos tenido, ni por cortos periodos, un Estado de bienestar garante de la dignidad de la vida humana.

No son 200 mil muertes: son las madres que no verán más a sus hijas e hijos; son quienes no pudieron despedir a sus hermanos, parejas, amigas, abuelos: es la vida que se nos escapa y se nos pierde en el oleaje frívolo de las cifras, esas que se mueven al antojo y voluntad de quienes las construyen.

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