Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 11 segundos
ENGRANES DE PODER
Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero
En Hidalgo, el maltrato animal ha dejado de ser un problema invisible. En los últimos tres años, el enojo de la gente ha crecido al ritmo de las mismas denuncias, los videos, fotografías y las marchas. Sin embargo, la justicia avanza a paso muy lento, y la impunidad sigue siendo la regla. Aunque eso sí, lo que antes eran conversaciones aisladas, hoy son una preocupación colectiva.
De acuerdo con datos oficiales de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo (PGJEH), entre 2021 y 2023 se abrieron cerca de 500 carpetas de investigación por delitos contra animales. En 2024, hasta octubre, se contabilizan 312 denuncias más. Aunque si hay sentencias condenatorias —como una de cuatro años de prisión por la muerte de un perro en Mineral de la Reforma— estos casos son la excepción. La mayoría de las denuncias no llegan a juicio, y los agresores rara vez enfrentan consecuencias legales reales.
Las redes sociales han jugado un papel clave para visibilizar este problema. Videos de agresiones, como el de un hombre atacando a una perra con un machete en Actopan, o un perrito vagando en la Avenida Revolución de Pachuca con un cuchillo enterrado en la columna, han generado indignación y presión pública. Imágenes de perros arrastrados, amarrados, quemados, gatos torturados o animales abandonados en condiciones infrahumanas son compartidas miles de veces. Pero como señala la activista Daisy Espinosa Carrillo: «No conozco un solo caso que se le haya dado castigo ejemplar a quienes han maltratado o matado animales en Hidalgo». La viralización en redes no siempre se traduce en justicia.
Municipios como Pachuca, Santiago Tulantepec, Tula, Mineral de la Reforma y Tizayuca han sido identificados como focos rojos por el colectivo La Jauría de Balú, debido a la frecuencia y gravedad de los casos de maltrato. En Tizayuca, por ejemplo, se ha denunciado la existencia de un espacio clandestino para entrenar perros de pelea, sin que las autoridades locales hayan realizado inspecciones formales. La sensación de impunidad se extiende.
A esto, se suma una preocupante falta de institucionalidad. Aunque Hidalgo cuenta desde hace años con leyes que tipifican el maltrato como delito —incluso con agravantes por ensañamiento o muerte—, los procesos se atascan por falta de peritajes especializados, omisiones del Ministerio Público y un sistema judicial que sigue sin tomarse en serio la vida animal. En muchos municipios ni siquiera existen áreas encargadas de la protección animal, y lss pocas que hay están mal equipadas y poco capacitadas.
En 2024, el Congreso del estado reformó el Código Penal para endurecer las sanciones por maltrato animal, contemplando hasta seis años de prisión y sanciones económicas más fuertes. A pesar de ello, la letra de la ley choca con la realidad en la que aún se escucha: “es solo un perro”, “no es para tanto”, “hay cosas más importantes”. Ese rezago cultural y social, es un muro difícil de derribar, pero necesario si se quiere construir una sociedad que respete toda forma de vida.
Pero el problema no es sólo legal. También es psicológico. Diversos estudios han documentado la relación entre la crueldad hacia los animales y la violencia interpersonal. La psicóloga forense Mary Lou Randour, autora de “Animal Cruelty: Pathway to Violence against People”, sostiene que el maltrato animal suele ser un primer paso en la escalada hacia la agresión humana. De hecho, el FBI en Estados Unidos ya cataloga la crueldad animal como un indicador de riesgo para crímenes mayores, como violencia doméstica o incluso abuso infantil.
En México, investigadores como el Dr. Luis Moya, de la Facultad de Psicología de la UNAM, han advertido que muchos agresores de animales presentan rasgos de trastorno antisocial de la personalidad, insensibilidad al sufrimiento ajeno y baja tolerancia a la frustración. «El maltrato animal no es una travesura ni una expresión de enojo: es un síntoma grave de desconexión emocional con el entorno», señala Moya. Entender esto es clave para prevenir otros tipos de violencia.
Las marchas ciudadanas, como las realizadas principalmente en Pachuca, muestran una sociedad cada vez más consciente y comprometida con el bienestar animal. También han surgido diversos colectivos de rescate, redes vecinales, refugios improvisados y campañas de esterilización que intentan llenar el vacío que deja el Estado. Sin embargo, su capacidad es limitada. No pueden —ni deben— sustituir el trabajo institucional.
Entonces, ¿qué hacer? El problema del maltrato animal exige un enfoque integral y corresponsable. En primer lugar, las autoridades deben asumir que este no es un tema menor, sino una manifestación directa de una cultura de violencia. Se necesita fortalecer las fiscalías especializadas, profesionalizar a los ministerios públicos en la investigación de delitos contra animales y capacitar a jueces en la aplicación adecuada de la ley.
Desde la sociedad, urge una participación más activa y más consciente: denunciar, documentar, acompañar los casos, proteger a quienes rescatan. Pero también educar desde casa y desde la escuela. La empatía no se improvisa: se cultiva. Incluir el respeto animal en los programas escolares de educación básica podría tener más impacto del que imaginamos a largo plazo.
Y finalmente, el poder judicial tiene una deuda histórica. Si no se sanciona, si no se condena, si no se repara el daño, todo el aparato legal queda reducido a discurso. Aplicar la ley con rigor, con celeridad y con perspectiva es el mínimo ético que se le puede exigir al sistema.
Hidalgo tiene la oportunidad de convertirse en un referente nacional en protección animal. Pero para lograrlo, se necesita voluntad política, compromiso institucional y una ciudadanía que no se conforme con indignarse en redes. Porque cuidar a los animales no es solo un gesto de humanidad: es también una forma de cuidarnos como sociedad.
Al tiempo.