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VIOLENCIA CRIMINAL Y DESAPARICIÓN EN MÉXICO

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Escrito por  Mario Luis Fuentes

El Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas ofrece una cifra que estremece: 132,605 personas permanecen ausentes en México, en un periodo que abarca de diciembre de 1952 al 17 de agosto de 2025. El registro oficial también da cuenta de 240,340 personas que fueron localizadas, de las cuales 19,236 fueron halladas sin vida.

A la par de estas cifras, múltiples reportes de prensa documentan que cientos de personas habrían sido disueltas en ácido o incineradas en hornos clandestinos y hornos de ladrilleras, prácticas que buscan no solo desaparecer a la persona sino aniquilar su materialidad, borrar el rastro físico de la existencia. Estas formas radicales de violencia hacen pensar en una modalidad extrema de eliminación de seres humanos que desafía las categorías tradicionales con las que la filosofía y la sociología de la violencia han intentado nombrar el mal.

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El término exterminio suele asociarse con procesos de genocidio o políticas de aniquilación sistemática promovidas por un Estado, como ocurrió en los totalitarismos del siglo XX. Allí había un componente étnico, religioso o político que definía al grupo destinatario del exterminio. En México, en cambio, no existe una política estatal explícita orientada a ello, ni un criterio homogéneo de selección de las víctimas. Sin embargo, el hecho de que cárteles criminales practiquen la disolución en ácido o la cremación clandestina revela que la intención no se limita a matar, sino a eliminar la huella, a impedir que el cuerpo mismo pueda testimoniar lo ocurrido. Se trata de un acto de poder absoluto sobre la vida y sobre la memoria.

Esto nos enfrenta a una pregunta perturbadora: ¿puede hablarse de exterminio cuando no hay un Estado detrás, sino actores criminales que buscan imponer un orden de terror? Si bien no cabe dentro de la categoría clásica, sí estamos frente a un exterminio fragmentario, no institucionalizado pero sí funcional, que cumple la misma lógica: infundir miedo, disciplinar a comunidades enteras y borrar a las personas de la faz de la tierra.

En términos sociológicos, estas prácticas constituyen un dispositivo de terror. No buscan únicamente “castigar a enemigos” o a quienes se resisten a colaborar; buscan, ante todo, enviar un mensaje colectivo: cualquiera puede ser reducido a cenizas, cualquiera puede ser borrado hasta lo irreconocible. El efecto es tanto físico como simbólico.

En este sentido, se puede recurrir a categorías como las de necropolítica que explican cómo ciertos poderes deciden quién merece vivir y quién debe morir. Pero aquí la necropolítica se desplaza del Estado a los grupos criminales, que se arrogan el derecho soberano de administrar la vida y la muerte en amplios territorios.

El fenómeno mexicano va más allá de la desaparición en su sentido jurídico. La desaparición forzada, definida como la privación de la libertad con participación directa o aquiescencia del Estado, no cubre completamente estas prácticas donde la intención no es solo ocultar a la persona sino aniquilarla ontológicamente.

Podría quizá entonces pensarse en una categoría intermedia: aniquilación clandestina. Este concepto permitiría capturar la intención de borrar no solo a la persona sino su inscripción en la memoria social. A diferencia del genocidio, no hay un criterio identitario; y a diferencia del homicidio común, no se trata solo de causar la muerte, sino de destruir el cuerpo como soporte de la verdad y de la memoria.

El problema se agrava porque, aunque no exista una política de Estado que lo fomente, sí hay un vacío estructural del Estado que lo permite. Aquí la categoría de violencia estructural resulta clave: el Estado, al no garantizar el derecho a la vida produce indirectamente las condiciones para que este exterminio fragmentario prospere.

Estamos ante un desafío ético de primer orden: nombrar lo innombrable para impedir que se normalice. Si no encontramos las categorías adecuadas para nombrarlo, corremos el riesgo de seguir llamándolo simplemente “delito”, cuando en realidad estamos ante una forma radical de violencia que pone en juego la dignidad humana y el sentido mismo de comunidad.

Investigador del PUED-UNAM

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