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MELANCOLÍAS DE FIN DE AÑO

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A Toño Ortigoza, mi jefe y amigo, quien con entereza se sobrepone a los encontronazos de la vida…

POR EDUARDO GARCÍA GARCÍA

Mientras escucho la hermosa, frágil y eterna Sonata a la luz de la luna, que en realidad Beethoven la llamó Sonata quasi una fantasia y que la dedicó a una mujer de la que estuvo enamorado… en silencio, escribo y reflexiono.

Ahora que ha pasado la Navidad y se acerca el fin de año, surgen en muchos de nosotros rastros de melancolía por los viejos recuerdos y por todo lo que hemos ido perdiendo en el camino: amores, amigos, familiares, empleos, salud.

Yo, por ejemplo, y como otros padres en conflicto, hace casi dos años que no veo a mi hijo Demian. Ha sido muy difícil. Pero al acercarse estas fechas, todo se complica. Las emociones se acumulan de una manera desordenada y dolorosa. Aún viven en mí los grandes momentos de felicidad que me producían su sonrisa y sus abrazos cuando era niño.

Este año también perdí a uno de mis amigos más estimados: Rubén, el querido profe. Fue muy doloroso. Si la materia ni se crea ni se destruye, como cuentan, las moléculas de Demian y de mi amigo, siguen presentes en el inabarcable universo, bajo otro cielo y respondiendo a otras circunstancias.

Al igual que a mis padres como a tantos amigos que ya han emprendido el camino (Toño Ortigoza padre, Alfredo Camacho, Gustavo Cortés, Abraham García, Joaquín Herrera, Armando Vázquez), siempre los recuerdo y me gustaría tenerlos cerca, charlar con ellos, abrazarlos mucho. Tonterías. Cosas triviales, como solemos llamar a lo inmenso.

¿A dónde se va todo cuanto hemos perdido? Los objetos extraviados o sustraídos, los detritus del cuerpo o del alma acerados por el tiempo, los amores y amistades que ya no son, los sueños agotados. Vivir es perder. También ganar o lograr, a veces, pero ya nunca del todo recuperar. Esto de la vida es perdición, y en aprenderlo consiste la mansedumbre de la cordura y la insurgencia de la rebelión.

Supondrán ustedes, estimados lectores, que les escribo desde la melancolía ebria del fin de año que se aproxima, y aciertan. Mucha gente detesta la nostalgia. Yo, en cambio, la disfruto. Y en ello influyen, como siempre, la música, los libros y el cine.

Para algunos el rock envejece pronto y prefieren evitarlo. Su argumento preferido es que se trata, básicamente, de una música de inconformidad juvenil. Y en ese sentido, si ya no eres un rocanrolero de 16 años, es absurdo escucharlo, y más ante las nuevas propuestas musicales.

A cierta edad, me dicen, el rock te expulsa. “Ojalá me muera antes de llegar a viejo”, decía Pete Townshend (“I hope I die before I get old”) en My generation con The Who. Pero no se murió. Está viejo (tiene 80 años) y la sigue cantando en el escenario. Muchos no lo aprueban. Y lo mismo sucede con los Rolling Stones, pues consideran que son una deformación de la nostalgia. Escuchar música vieja es como empezar a hacerse viejo, me comentan algunos.

Por supuesto, no es mi caso, ya que no solo escucho el viejo rock, sino que lo vivo y lo gozo, y en la mayoría de los casos lo prefiero ante las nuevas corrientes musicales que gustan a los jóvenes de hoy (Bad Bunny, reggaeton o los corridos tumbaos). Es decir, disfruto que el pasado me posea.

De ahí que la razón que me llevó a escribir estas líneas fue el escuchar algunos oldies que fueron lanzados en 1965, un año decisivo para la historia de la música popular como My generation, de The Who, mencionado líneas arriba o (I Can´t Get No) Satisfaction de los Rolling.

Hace 60 años, ni más ni menos, la radio no cesaba de programar sencillos tan bellos e innovadores como los anteriores.

Sin embargo, de esa época los temas que acaban de cumplir sus primeros 60 años y me rompen el corazón cada vez que los escucho son, con mucho, Like a Rolling Stone, de Bob Dylan, In My Life, de The Beatles, y The Tracks of My Tears, de Smokey Robinson and The Miracles.

No las escuché en su momento, sino muchos años después. Empero, la primera vez que oí el comienzo de Like a Rolling Stone, sentí algo parecido a lo que describió Bruce Springsteen: “el golpe de la tarola sonaba como si alguien hubiese tirado de una patada la puerta de mi mente”. Y me preguntaba una y otra vez como era posible que alguien hubiese sido capaz de crear algo así.

Pues Bob Dylan.   

Like a Rolling Stone, no solo es nostálgica, sino que sigue reflejando la experiencia de hacerse adulto y enfrentarse a la cruda realidad de que la vida no siempre es como nos la cuentan. Para algunos críticos, trata sobre la destrucción de viejos complejos y miedos, enfrentándose al vacío que deja el despojo de todo lo material. “Eres invisible ahora, no tienes secretos que ocultar”, canta Dylan, sugiriendo que la verdadera libertad se alcanza cuando ya no hay nada que perder.

El órgano de Al Kooper, que el productor inicialmente consideró eliminar, se convirtió en el alma de la canción, añadiendo una capa melancólica y épica al conjunto. Dylan, al escuchar la grabación, se sintió satisfecho por el caos “ordenado” que había logrado. Sabía que había capturado algo monumental, alterando para siempre el paisaje de la música popular. 

Por otra parte, In My Life es una hermosa reflexión sobre la importancia de recordar a quienes han sido parte de nuestra historia, valorar los momentos compartidos y reconocer que, a pesar de todo, el amor siempre prevalece.

La melodía escrita por John Lennon, transmite un mensaje de gratitud, cariño y amor perdurable hacia aquellos que han dejado una huella imborrable en nuestro corazón. Es un tributo a la belleza de los recuerdos y al poder del amor en nuestra vida. 

De igual forma, The Tracks Of My Tears de Smokey Robinson es una obra maestra del soul que explora la dualidad entre la apariencia externa y el dolor interno. A través de la melodía suave y una letra profundamente emotiva, Robison nos lleva a un viaje por el corazón roto de alguien que intenta ocultar su tristeza detrás de la fachada de alegría.

La canción comienza con una introducción melódica que establece el tono melancólico, seguida por la confesión del narrador de que, aunque parece ser el alma de la fiesta, en realidad está sufriendo por dentro.

El estribillo de la melodía es particularmente poderoso, ya que Robinson invita al escucha a mirar más cerca de su rostro para ver las “huellas de sus lágrimas”. Se trata de una metáfora visual, que a su vez representa con claridad el dolor que no se puede ocultar completamente, a pesar de los esfuerzos por mantener una apariencia feliz.

La repetición de la necesidad de la persona amada (“I need you”) subraya la desesperación y el anhelo que siente el cantante, haciendo que la canción sea aún más conmovedora.

¡Oooops!

“EL CREPÚSCULO DE LA DESAPARICIÓN LO BAÑA TODO CON LA MAGIA DE LA NOSTALGIA”: MILAN KUNDERA

En cuanto a libros, mencionaré dos que acabo de releer y que me resultaron muy significativos: el primero se llama Biografía del fracaso de Luis Antonio de Villena (1997), una estupenda meditación sobre las biografías de varios perdedores, desde Caravaggio o Rimbaud hasta Jim Morrison y Sal Mineo.

La lección de la obra es que cualquiera podría o podríamos haber sido sus protagonistas, porque losers son todos los que lo parecen, pero también quienes no lo parecen tanto. Cada cual pierde lo que busca, pero además se pierde en lo que busca.

Quizá por eso la mejor preparación para sobrellevar la vida sea aprender el arte de romper con lo que nos resulta adorable o aparentemente imprescindible.

Sobre esa difícil materia dicta su curso el segundo libro que volví a leer: De la ruptura (1997), obra de un escritor francés vehementemente raro y cuyo nombre es Gabriel Matzneff, en el que concibe la vida como una serie de rupturas o, mejor dicho, una ruptura en serie: la que separa a los padres e hijos, a los amantes y a los amigos, la de perder al pariente fallecido, el hurto o extravío de objetos apreciados, las enfermedades y el régimen dietético que nos veda de alimentos y bebidas preferidos, la renuncia al mundo del asceta y también la que abandona el sueño del paraíso eterno por el goce instantáneo.

Pero faltan otras: la quiebra de ilusiones políticas o sueños gloriosos, la desesperanza, las aficiones rehusadas, el envejecer que nos quita posibilidades físicas y probabilidades sociales y amorosas, la muerte que va a separarnos de nosotros mismos y de todo lo demás.

De ahí que quien quiera saber un poco de vivir debe adiestrarse mucho en romper, hacerse perito en despedidas, tiene que aprender a renunciar con más curiosidad que resignación.

Es como en México, donde vivimos atorados en el largo proceso de desencuentros, rupturas y corrupción que ha minado la esperanza de dignificar y consolidar el régimen democrático tanto tiempo anhelado en nuestro país, del que solo tenemos un mazacote disfrazado de Cuarta Transformación, u como le llamen.

Tal y como lo escribió Mauricio Merino en su libro El futuro que no tuvimos: crónica del desencanto democrático (2013), que pese a que fue escrito hace 12 años sigue hoy tan vigente.

Igualmente, la nostalgia es una emoción que ha sido capturada por el cine a través de diversas películas. En lo personal les recomiendo tres que destacan por su capacidad para evocar sentimientos nostálgicos.

La primera de ellas: Cinema Paradiso (1989), de Giuseppe Tornatore. Una cinta que rinde homenaje al cine en forma de película. Es melancolía pura. La escena de los besos censurados recoge a la perfección la nostalgia de un tiempo pasado.

¿Y qué me dicen de Eduardo Manos de Tijera (1990), de Tim Burton? Sin lugar a dudas una de las mejores películas jamás realizadas. Un auténtico clásico.

También volví a ver Pide al tiempo que vuelva (1980), de Jeannot Szwarc. Y volví a llorar al ver el sufrimiento de Christopher Reeve por Jane Seymour. Una película de culto.

También es muy conocida por su banda sonora compuesta por John Barry en la que utiliza una variación de la hermosa Andante cantábile, de la Rapsodia sobre un tema de Paganini, opus 43, de Serguéi Rajmáninov, interpretada al piano por Roger Williams.

Melancolía pura.

¿DE QUÉ SE NUTRE LA NOSTALGIA?

La palabra nostalgia se nutre, en su raíz griega, de nostos, que viene de nesthai (regreso, volver a casa), y de algos (sufrimiento). Podría definirse entonces la nostalgia como el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. Según a donde queramos regresar podremos observar, al menos, tres formas diferentes de nostalgia.

La primera es la puramente sentimental, una especie de lamento de las pérdidas de nuestra vida, como pueden ser, por ejemplo, los amores pasados. No es de extrañar que el primer amor sea aquel al que siempre regresamos, sobre todo cuando las cosas no nos van bien en las relaciones actuales, o por ausencia de ellas.

Una segunda manera de vivir la nostalgia es la que representan aquellas personas que viven sin desprenderse nunca de su pasado. Lo recuerdan adrede, lo revisan en fotos o videos, lo mantiene vivo en cada conversación (“fuimos tan felices… qué bien la pasábamos… tenemos que volver… ¿te acuerdas de…?). Es una manera de permanecer a través del tiempo, lejos de abrir los ojos a su realidad más inmediata, tal vez más oscura que la de aquellos años que fueron tan felices.

Por supuesto, es una falacia, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises. Sin embargo, cuando “todo era mejor antes” tenemos un problema existencial. No existe armonía entre lo vivido y el ahora y el aquí. La nostalgia entonces deviene en una armadura contra lo real. Una obsesión del regreso.

La última de las nostalgias tiene mucho que ver con la idea del regreso a casa. Es la nostalgia de los griegos convertida en mito a través de la figura de Ulises (Odisea, de Homero), en su larga travesía de retorno a Ítaca. Vivir puede asemejarse a un largo viaje, lleno de aventuras, de infortunios, de alegrías, tristezas, azares y desesperanzas.

Sin embargo, detrás de cada invite, de cada puerto visitado, de cada amor entretenido, persiste la nostalgia de volver al hogar. Uno anda buscando siempre la manera de regresar a casa, como símbolo del encuentro con la propia paz interior.

En este punto les recomiendo escuchar, no solo por la época, sino por su tono melancólico, la emblemática Ven a mi casa esta Navidad (1969), en la interpretación de su autor Luis Aguilé.

Y uno se pregunta: ¿Qué sentido podría tener la nostalgia por un pasado que atribuimos a un yo diferente del actual? ¿O la melancolía por lo que pudo haber sido y no fue… de otro? ¿Tendría más sentido la ilusión por lo que pueda esperarle a alguien que tal vez ni siquiera sea yo mismo?

Una vez más, andamos al encuentro de nuestro ser en el tiempo. Entonces debemos interrogarnos sobre el sentido de la identidad, el ritmo de la vida y qué hacer con nuestro pasado.

Lo cierto es que no descansamos en paz, hasta poder diluirlo en el flujo de la existencia.      

La función de la nostalgia es pues, y sin duda, acordarnos de aquel que fuimos y poder observar al que somos ahora.

Preparémonos pues, porque el día se acerca…

Con estos despertares se va construyendo la felicidad de hoy. Adieu.

Desde aquí, les deseamos de corazón, una muy Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo 2026.

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