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EL DESAFÍO DE REFORMAR EL PODER JUDICIAL

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Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero

El próximo domingo 1 de junio, millones de mexicanas y mexicanos seremos llamados a las urnas para participar en una elección histórica. No se trata de renovar el Congreso ni de definir el rumbo presidencial, sino de elegir —por primera vez en la historia — a quienes ocuparán cargos en el Poder Judicial de la Federación. Y sin embargo, este momento excepcional está ocurriendo en silencio, con boletas saturadas, candidatos desconocidos y un entorno que, más que democrático, parece diseñado para la simulación.

El reporte judicial más reciente, elaborado por organizaciones civiles y especialistas, confirma lo que muchos temían: será la elección más compleja, opaca y potencialmente manipulable del calendario electoral. En la Ciudad de México, por ejemplo, cada votante deberá elegir 51 cargos de entre 293 candidaturas. En promedio, se votará por más de 30 cargos federales, una cifra que contrasta dramáticamente con las tres elecciones habituales (presidencia, diputaciones y senadurías) que el ciudadano promedio enfrentó en 2024.

La sobrecarga de boletas y candidaturas pudiera convertirse en un obstáculo. Un entorno así favorece la desinformación, el abstencionismo y, sobre todo, la manipulación. Según reportes, la baja participación esperada y la dificultad para comprender las boletas hacen del voto inducido y movilizado el gran protagonista de la jornada. Es decir, muchos irán a votar porque alguien los lleva, les dice por quién votar, o les entrega un “acordeón” con los números precisos que deben marcar. Todo lo contrario al ideal del voto libre e informado.

Peor aún: al menos 51 cargos federales se disputan con una sola candidatura registrada. En algunos casos, como en Durango, los 49 cargos disponibles tienen planilla única, avalada por los tres poderes locales. Esto no es una elección: es una ratificación sin competencia.

Y sin embargo, lo que está en juego es fundamental. Se votará para renovar a jueces de distrito, magistrados, integrantes del Tribunal de Disciplina Judicial, miembros de las Salas Regionales del Tribunal Electoral y hasta a ministros de la Suprema Corte.

Cargos que duran ocho o incluso once años. Cargos que decidirán sobre derechos, libertades, procesos penales, juicios laborales y controversias constitucionales. Cargos que, literalmente, pueden definir la libertad o la cárcel, la justicia o la impunidad.

¿Quiénes son las y los candidatos? La mayoría, completos desconocidos para el electorado. Algunos reportes, muestran que, aunque el conocimiento sobre la fecha de la elección ha crecido (pasó de 34% en abril a 54% en mayo), el conocimiento sobre los perfiles es nulo. Apenas un puñado de nombres —como Lenia Batres, Loretta Ortiz o Yasmín Esquivel— aparecen en medios, y más por su cercanía con el poder que por propuestas o trayectoria.

La campaña digital ha sido un suspiro en el desierto. El volumen de conversación en redes sociales ha sido mínimo. En este contexto, preocupa también la logística electoral. El INE deberá contar más votos que en 2024, con menos recursos, sin el apoyo de funcionarios de casilla —que han sido reemplazados por personal distrital— y con el conteo final centralizado en las oficinas del Instituto. El cómputo durará al menos diez días. La lentitud no solo genera incertidumbre, sino que abre la puerta a sospechas, narrativas de fraude o desinformación.

Otro foco rojo es la observación electoral. Este año, se registró un incremento del 807% en las solicitudes para acreditarse como observadores. Más de 62 mil personas fueron rechazadas, muchas de ellas por tener vínculos con partidos o ser beneficiarios de programas sociales. ¿Qué buscaban? ¿Por qué tanto interés? ¿Fue simplemente el reflejo de una ciudadanía desconfiada que quiere vigilar?

Todo esto ocurre mientras la narrativa oficial insiste en que la elección judicial “acercará la justicia al pueblo” y hará más democrático al sistema judicial. Pero los datos cuentan otra historia. Apenas el 23% de los encuestados cree que esta elección es necesaria; el 60% considera que no mejorará la confianza en el Poder Judicial, y el 56% admite no saber casi nada sobre el proceso.

No se trata de rechazar la elección judicial per se. Se trata de advertir que un cambio de esta magnitud, sin pedagogía, sin información, sin condiciones reales de competencia, puede ser peor que el modelo que intenta sustituir. Una reforma judicial no se legitima solo porque aparece en la Constitución. Se valida en los hechos, en la práctica, en el ejercicio cotidiano de los derechos.

El país se encamina hacia una votación sin competencia, con boletas diseñadas para confundir, operadores electorales aceitados y una ciudadanía desinformada. La elección judicial del 2025 podría pasar a la historia no como el primer paso hacia un poder más transparente, sino como el origen de un poder judicial capturado desde su cuna.

Y esa posibilidad debería preocupar a todos los engranes del poder.

Al tiempo.

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