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ENGRANES DE PODER
Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero
Hay una escena que se repite con demasiada frecuencia en la política mexicana: el discurso de la austeridad caminando por un lado, y la realidad de los excesos del poder por otro. Una coreografía conocida, una danza disonante entre lo que se dice y lo que se hace.
La Cuarta Transformación llegó con la promesa de erradicar los lujos, de acabar con la frivolidad en el servicio público y de devolver al gobierno el espíritu juarista de la “justa medianía”. Y durante un tiempo, ese discurso llegó al corazón y la mente de miles. Muchos ciudadanos creyeron —y otros aún creen— que esta administración representa un rompimiento ético con el pasado. Sin embargo, los hechos recientes muestran que el poder, como siempre, tiene la manía de alejarse de la humildad.
Hace apenas unas semanas, circularon fotografías y videos de una figura prominente del oficialismo disfrutando en Japón; otro líder del congreso, portando prendas de diseñador: lentes de sol de una firma francesa, zapatos italianos y una camisa que, según los expertos en moda de redes sociales, supera el salario mensual de muchos mexicanos. Más allá del morbo por la etiqueta o el precio, lo que genera ruido —y justificada molestia— es la contradicción. ¿Cómo se defiende la austeridad cuando se ostenta sin pudor?
Porque no es un caso aislado. Hemos visto cenas en restaurantes exclusivos, vacaciones de lujo, vehículos blindados de última gama y un largo etcétera de indulgencias que contradicen la prédica cotidiana desde la mañanera. Es entonces cuando la narrativa de “primero los pobres” empieza a sonar hueca. La brecha entre el dicho y el hecho se vuelve abismo.
Vale la pena detenernos un momento en el concepto de “justa medianía”, una expresión que ha sido invocada hasta el cansancio en México. Benito Juárez la entendía como una forma de vida austera, sí, pero también digna. No se trataba de vivir en la miseria ni de sacrificarlo todo, sino de evitar el despilfarro y los excesos que vienen con el poder. En su tiempo, Juárez renunció a comodidades para predicar con el ejemplo, porque sabía que la moral del gobernante se mide también en los pequeños detalles.
¿Dónde quedó ese espíritu? ¿En qué momento se volvió aceptable que los mismos que exigen cinturones apretados al pueblo, disfruten de lujos al amparo de sus cargos? La respuesta es incómoda pero necesaria, y es que la política mexicana sigue atrapada en una cultura de privilegios que se resiste a morir, aunque se vista con nuevas siglas.
El problema no es la ropa, las comidas fastuosas, los viajes por el mundo o los gustos refinados. El problema es la hipocresía de algunos. La incongruencia entre el mensaje y la conducta. Es fácil predicar sacrificios cuando no se toca el propio confort. Y más fácil aún justificarlo apelando a la “vida privada” o “es mi dinero”, como si el personaje público pudiera dividir su existencia entre el actor austero de lunes a viernes, y la “afición al lujo” del fin de semana.
La austeridad no debería ser un disfraz ni un discurso. Debería ser una práctica cotidiana, un compromiso ético, especialmente cuando se ejerce desde la esfera pública.
No es pedirles a los servidores públicos que vivan con privaciones, sino que sean coherentes con los principios que dicen defender. La gente no espera santos ni mártires, pero sí espera honestidad.
En este contexto, la presidenta Claudia Sheinbaum ha reiterado públicamente que su gobierno mantendrá los principios de austeridad republicana como parte esencial del legado de la Cuarta Transformación. En diversas intervenciones ha señalado que “el poder no es para enriquecerse, sino para servir” y ha insistido en que la congruencia será el eje rector de su administración. Ese compromiso —expresado tanto en palabras como en su propio estilo de vida austero— es un mensaje claro hacia sus colaboradores: no se tolerarán excesos ni desviaciones que contradigan el espíritu del proyecto. La pregunta es si todos en su equipo están dispuestos a seguir esa misma línea.
Y esto importa porque los símbolos y las señales en política pesan. Cuando un político se deja ver con relojes de 200 mil pesos, mientras en su distrito o municipio faltan medicamentos o servicios básicos, se envía un mensaje brutal: “una cosa es lo que te digo y otra lo que yo hago”. Esa es la clase de desencanto que erosiona la legitimidad, que alimenta el cinismo ciudadano, que hace pensar que todos son iguales. Y cuando eso ocurre, ganan los peores.
La historia nos ha enseñado que los proyectos de transformación suelen naufragar no tanto por enemigos externos, sino por sus propias contradicciones internas. La arrogancia de creerse impolutos, el descuido de los símbolos, la soberbia de pensar que la crítica siempre viene de la derecha o del conservadurismo. No. A veces la crítica más dolorosa viene de quienes esperaban algo mejor.
Si el poder no se vigila, se vuelve abuso. Si la austeridad no se vive, se vuelve farsa. Y si la justa medianía se convierte en anécdota, entonces estaremos condenados a seguir girando en los mismos engranes de poder de siempre.
Al Tiempo.