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HIDALGO, ESE CURA CABRÓN…

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Especial

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A 215 años del “Grito” de Independencia…

POR EDUARDO EL CAPI GARCÍA GARCÍA

Aunque para historiadores sensatos (Guadalupe Jiménez Codinah, Enrique Krauze y Juan Manuel Zunzunegui, entre otros) Agustín de Iturbide es el auténtico y legítimo libertador de México, pues el 27 de septiembre de 1821, a la cabeza del Ejército Trigarante entró triunfante a la capital de la entonces Nueva España, con lo cual logró consumar la Independencia nacional.

Sin embargo, por una serie de circunstancias históricas, además de un odio irracional faccioso de sus opositores, a Iturbide se le despojó del reconocimiento contemporáneo, al que tiene derecho, así como de la veneración que tuvo muchos años por parte del pueblo mexicano. Pero, esa es otra historia.

La realidad es que la historiografía, a quien cubrió de gloria, canonizó y finalmente santificó es a Miguel Hidalgo y Costilla. De esta manera, el cura Hidalgo es y será para siempre el Padre de la Patria. Pero su elevación a los cielos cívicos tiene su propia narración.

Si bien su glorificación se inició en 1812, cuando Ignacio López Rayón llamó a “mantener viva la lucha iniciada en tan memorable día” (el 16 de septiembre), y avanzó un año después, cuando en sus Sentimientos de la Nación Morelos llamó a “solemnizarlo”, el ascenso meteórico de Iturbide retrasó el proceso.

Iturbide, el llamado Héroe de Iguala (por el Plan del mismo nombre) marcó siempre su distancia con los métodos de Hidalgo (de quien era primo) y proclamó el 27 de septiembre como el nacimiento de la nación.

Con todo, la memoria de la insurgencia no podía borrarse por decreto y en marzo de 1822 se formó una comisión para “examinar escrupulosamente quiénes eran los verdaderos héroes”.

Tras la caída de Iturbide (fusilado el 19 de julio de 1824) la balanza se inclinó por Dolores sobre Iguala. En julio de 1823 el Congreso Constituyente dio el primer paso en el camino de la sacralización: ordenó el traslado de los restos de los insurgentes a la catedral metropolitana. Sin embargo, la preeminencia de Hidalgo apenas comenzaba a manifiestarse.

Para 1837, a dieciséis años de consumada la Independencia, ya no se pone en duda la gesta fundadora de Dolores. Aunque un año después, los restos de Iturbide ya descansaban en la catedral, lo que le había asegurado un lugar en el altar de la patria, siempre estuvo en un segundo plano. Ese año, se reveló la dimensión ya inalcanzable de Hidalgo.

A la fecha, a 215 años, aún no se reconoce que los tres héroes prominentes de nuestra Independencia son, sin lugar a dudas, Hidalgo, Morelos e Iturbide. Y mientras a Iturbide no se le honre y se le siga suprimiendo de las solemnes fiestas patrias no habrá justicia histórica. Algún día, quizá en el Tricentenario.

Por ello, el cura Hidalgo, un hombre que decidió encabezar, sin muchos planes, esta insurrección, es y será por siempre el Padre de la Patria.

HIDALGO, EL HOMBRE Y EL HEREJE

La mayoría de los historiadores opinan que don Miguel Hidalgo y Costilla es más interesante como personaje histórico o como hombre de carne y hueso, que como ideólogo o estratega militar.

Como pensador es, cuando mucho, un nutriente de la ideología liberal. No había un estadista en él. Fuera de unas cuantas líneas que aparecen en su proceso ante la Inquisición, poco se sabe sobre el tipo de país en el que estaba pensando cuando acaudilló el movimiento de Independencia. Un minero de Guanajuato le dijo a Lucas Alamán, según éste escribió, que su objetivo era “poner” a Hidalgo en lugar del virrey.

Como jefe militar no supo qué hacer. Hizo bien en tomar el mando de la insurgencia, pero lo hizo de manera mesiánica (asumió la autoridad como sacerdote y caudillo). En sus propias palabras, se dejó llevar por “el frenesí revolucionario”, por el clamor de la muchedumbre.

Fue el responsable de matanzas y atrocidades de sus huestes, como la de la Alhóndiga y Guadalajara, y de saqueos que tuvieron un gran costo económico en la primera etapa del país.

En cambio, como personaje histórico tiene una vida riquísima, aunque lo más intenso sucede en los últimos seis meses de su existencia. Era un hombre de luces y sombras, de muchas contradicciones. Tuvo la magia para servir de puente entre las masas y los criollos ricos, como el capitán Ignacio Allende, quien era el verdadero organizador y estratega militar de la futura insurrección.

En realidad, poco tiene que ver nuestra Independencia con el camino que trazó Hidalgo. Sin embargo, lo veneramos. En la época liberar se volvió héroe. No Morelos, porque a varios liberales les parecía muy radical.

Ahora se sabe que su mayor influencia no fue la ilustración francesa sino la doctrina católica ortodoxa. Y que su principal fuente de inspiración fue el teólogo Francisco Suárez (1548-1617). Su movimiento poco tenía que ver con la reivindicación social, como la historia oficial nos ha hecho creer, salvo en el tema de la igualdad (abolió la esclavitud el 6 de diciembre de 1810), en el que se adelantó medio siglo a Abraham Lincoln. Algunos creen que estaba más identificado con la defensa de los derechos terrenales de la Iglesia, atropellados por Napoleón.

Por supuesto, la campaña militar de los insurgentes fue pésimamente dirigida en su primera etapa. Las masas de Hidalgo eran sumamente ineficaces desde la perspectiva militar (empezó con 600 hombres, pero en pocos días reunió cerca de cien mil y peleaban con lo que podían: piedras, palos, hondas), si se le compara con el pequeño pero disciplinado ejército de Morelos. Esto le ocasionó, como sabemos, muchísimas broncas con Allende, que incluso, se dice y se rumora, intentó envenenarlo.

MUJERIEGO, PARRANDERO, CORRUPTO Y JUGADOR

Sin lugar a dudas, Hidalgo era un tipo culto, ilustrado y sensible. Hablaba seis idiomas, tocaba el violín lo mismo que traducía a Molière y le gustaba montar obras teatrales como ir a las corridas de toros. Pero también era, como Allende decía: “un cura cabrón”: blasfemo, mujeriego, cogelón, pachanguero, corrupto y jugador; le gustaba la parranda, el baile y se echaba flatulencias por donde quiera sin el menor recato. No usaba la sotana.

 No era el viejito rechoncho (sólo tenía 57 años), bondadoso, sabio, calmado y calvo de ojos bonitos (Lucas Alamán decía que los tenía verdes) que retratan las estampitas escolares (de hecho, nadie sabe cómo lucía físicamente; al parecer uno de sus hermanos menores fue utilizado como modelo para crear el retrato oficial que mandó hacer Maximiliano).

Era, más bien, un hombre apuesto y seductor, luminoso, sumamente simpático y dicharachero. Usaba lentes, fumaba, bebía charanda, jugaba y apostaba en la baraja, y despilfarraba indebidamente el dinero de la parroquia.

Su fragilidad moral se refiere al exceso de diversión en que se volcó durante un primer periodo de su gestión como párroco de San Felipe, entre 1793 y 1800, cuando, a cuenta de la parroquia, organizaba pachangas para todo el que quisiera concurrir, con abundancia de comida, música, baile y teatro.

Además, descuidó su vida espiritual de oración y en tales circunstancias faltó a su compromiso de celibato: se cogía a cuanta mujer se le ponía enfrente, aunque formalmente se sabe que su preferida era Josefa Quintana, con quien se dice tuvo dos hijas, aunque algunos historiadores lo niegan (Manuel Villalpando, entre ellos).

De ahí lo interesante que resulta ver la película que sobre el Cura de Dolores realizó el polémico director Antonio Serrano: Hidalgo, la historia jamás contada (2010), protagonizada por Demian Bichir como el caudillo, y la hermosa Ana de la Reguera como Josefa.

Sin embargo, sus distracciones nunca fueron objetadas por la autoridad eclesiástica… hasta que descubrieron que se gastaba el dinero de la iglesia… y se lanzó a la insurrección, por circunstancias del destino aquel glorioso 16 de septiembre de 1810. La Iglesia no sólo retomó las denuncias en su contra por lujurioso y ladrón, sino que la Inquisición fomentó la aparición de nuevas denuncias e informaciones falseadas que lo atacaban para satanizarlo.

De tal suerte que se le denunció porque su conducta era reprobable antes y en la insurgencia, sobre todo porque en el paso por Salvatierra llevaba a una jovencita, apodada la Natera, de amante, según decían.

Las lenguas viperinas de algunos también afirmaban que le ponía con una tal Manuela Ramos Pichardo, con quien procreó a una hija Agustina, y a un hijo, Mariano Lino. Sin embargo, y dado que no hay documentos que lo demuestren, parece que es falso (los historiadores aseguran que Hidalgo nunca tuvo hijos, a diferencia de Morelos y de Allende con la Corregidora, quien era su amante).

Por igual, se le han achacado relaciones con otras mujeres -que de seguro las tuvo esporádicamente y sin compromiso-, que fueron refutadas por el mismo Hidalgo, como el caso de Manuela Herrera, que fueron inventadas para condenarlo aún más.

LA EXCOMUNIÓN Y LA MUERTE

Cuando viajaba hacia la frontera norte para comprar armas, unos tarahumaras los lazan, junto al resto de sus insurgentes, y lo entregan al general Francisco Ignacio Elizondo. Amarrado, viaja un día para llegar a Monclova y otro más para llegar a Chihuahua, donde lo encarcelan en el Hospital Real.

Al ser interrogado, mantuvo la entereza y la dignidad que siempre había mostrado. Hidalgo aceptó su culpa de haber tolerado y hasta haber ordenado él mismo matanzas durante la guerra civil, con la atenuante de que se vio obligado por el clamor de la muchedumbre y de que “el frenesí se había apoderado de él y que le nubló la vista”.

Confesó entonces que se arrepentía. Pero sólo de eso, de las matanzas de inocentes y no de haber iniciado la revolución de independencia, cuya causa seguía considerando justa y santa. No tuvo otra crisis de conciencia más que esa, la de las matanzas ordenadas por él.

Sin embargo, durante el proceso inquisitorial -ante el que tuvo que responder por los cargos de herejía que lo acusaban sus detractores desde años atrás-, lo obligaron a firmar una retractación abjurando de todo lo que había hecho. Pasa cuatro meses en prisión y el 29 de julio, uno de sus mejores amigos, Manuel Abad y Queipo, lo degrada como sacerdote.

En la degradación sacerdotal, el cura Hidalgo es torturado y firma un manifiesto de arrepentimiento. Primero fue sometido al raspamiento de la piel de la cabeza para deshacer el sacramento del bautismo. Luego se le arrancaron las yemas de los pulgares e índices para deshacer su ordenación como sacerdote.

Sacerdote al fin, Hidalgo estaba convencido de la existencia de la vida eterna y de los dogmas de la religión que profesaba. Para ganar el cielo, debía arrepentirse de sus pecados, y lo hizo.

El 29 de julio de 1811, le fue notificada la sentencia. Al día siguiente, con costras de sangre en la cabeza y manos, es llevado al paredón. Finalmente, a los 58 años de edad, el cura Hidalgo se sienta en una silla delante del pelotón, con un libro en una mano y la diestra en el corazón. Eran las siete de la mañana del 30 de julio.

Cuentan los testigos que presenciaron la ejecución (según Manuel Villalpando y Alejandro Rojas en Muertes históricas; Edit. Planeta, 2008): “Sus ojos intensos miraban desafiantes al pelotón de soldados que frente a él apuntaban sus fusiles. Los soldados temblaban de miedo. El oficial al mando, al darse cuenta, amarró una venda a su cabeza y le cubrió los ojos. A la orden de ‘fuego’, los soldados dispararon. Tres de las balas se incrustaron en su vientre y una más en un brazo, pero no lo mataron. Con la sacudida se le cayó la venda”.

Entonces, una segunda línea de soldados se colocó en el sitio, lista para disparar. Estaban muy nerviosos porque en ese momento supremo, cuando la vida se le escapaba, Hidalgo “nos clavó aquellos hermosos ojos que tenía”, refieren los historiadores.

A pesar de que el oficial ordenó que apuntaran directamente al corazón, los soldados de nueva cuenta atinaron al estómago del caudillo. No se quería morir, no se dejaba matar, solo “se le rodaron unas lágrimas muy gruesas. Aún se mantenía sin siquiera desmerecer en nada aquella hermosa vista”.

La tercera fila de soldados también falló en darle la certera descarga: le acabaron de destrozar el vientre y la espalda, pero no se moría, porque “los soldados temblaban como unos azogados”.

Aturdido por el peso de tamaña responsabilidad, el oficial mandó adelantar a dos hombres, les ordenó que a bocajarro apuntaran los cañones al corazón de Hidalgo y los dos fusiles, al unísono, percutieron sus balas, consiguiendo solo así el fin.

El fogonazo directo sobre la ropa produjo una llamarada y la tela se incendió. Simbólica ofrenda: del corazón de Hidalgo brotaron llamas de fuego al apagarse para siempre la luz de sus ojos intensos.

Un tarahumara lo decapita y su cabeza exhibida más tarde en uno de los ángulos de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, al lado de Allende, Aldama y Jiménez. Ahí estuvieron por más de diez años. Su cuerpo decapitado es enterrado en la Tercera Orden de San Francisco, en Chihuahua, hoy un convento. Luego los trasladaron a la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México.

Hace algunos años, y siendo arzobispo de Morelia (entre 1995 y 2016), Alberto Suárez Inda, aseguró que antes de morir, tanto Hidalgo como Morelos habían sido absueltos por la Iglesia y que incluso recibieron honores en su sepultura, de lo cual no existe registro alguno.

¿Seguirá Hidalgo siendo el protagonista principal de la guerra civil de Independencia? ¿En algún momento le cederá su papel a Morelos o a Iturbide? ¿Su figura acabará desvaneciéndose de nuestra memoria colectiva? Imposible, creo.

Para empezar, Hidalgo forma parte de esa trinidad casi indestructible que existe en la historia de México: él, Morelos y Juárez, con figuras menores como Zapata, Villa y Cuauhtémoc.

Por otro lado, Morelos e Hidalgo son personajes distintos. Morelos es menos interesante como ser humano, porque es más transparente, pero se lleva de calle a Hidalgo por su impacto histórico. De los dos, el verdadero revolucionario fue Morelos.

Sin embargo, Hidalgo seguirá siendo un personaje histórico maravilloso, un hombre lleno de contradicciones que se encontró a la cabeza del movimiento que nos llevó a la Independencia pero que, a estas fechas, muchos no saben si calificarlo como independentista o como partidario de la monarquía.

En 1925, sus restos fueron llevados, por el entonces presidente Plutarco Elías Calles, a la Columna de la Independencia (al Ángel, claro) donde actualmente reposa el cráneo que pensó e imaginó a México como una nación libre y soberana.

¡Viva México! ¡Viva Hidalgo!

Se aceptan apapachos, arrumacos y erotismo patrióticos. Adieu.

MI RESTO DE LA SEMANA:

Últimamente, la presidenta Sheinbaum como que ha andado con cara de mentada de madre. Se ve desesperada y molesta tratando de seguir haciéndole el caldo gordo al mitómano tropical, en torno al mega escándalo corruptor del huachicol fiscal. Pero en este momento, se nota más serena platicándole a la patria sus logros del bienestar.

Menciono esta historia, porque no encuentro mejor manera de consolarnos de ese terror que ocurrió en el Puente de la Concordia en Iztapalapa y que ya causó once muertes. Un infierno que nadie se merecía.

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