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Escrito por Mario Luis Fuentes
El clima de polarización que atraviesa México puede leerse como un fenómeno de erosión progresiva del espacio común en el que debería sostenerse la vida democrática del país. La reciente marcha impulsada por jóvenes de la llamada generación Z es un ejemplo emblemático. En torno a ella se han articulado discursos radicalmente antagónicos: para sus promotores, representa la irrupción legítima de una ciudadanía que no encuentra cabida en los viejos arreglos políticos; para sus detractores, constituye un movimiento manipulado, carente de autenticidad y funcional a intereses oscuros; y desde el propio gobierno federal, se ha insinuado que tales manifestaciones expresan la influencia de élites que buscan desestabilizar al país.
Si algo ha señalado Ernesto Laclau -particularmente en La razón populista– es que el antagonismo es consustancial a la política. No existe un orden social plenamente integrado ni una comunidad totalmente reconciliada. Toda identidad colectiva es el resultado de una serie de operaciones simbólicas que delimitan un “nosotros” frente a un “ellos”. En ese sentido, la emergencia de movimientos como el protagonizado por jóvenes no puede comprenderse sin reconocer que expresan demandas insatisfechas, mal articuladas o negadas por los actores tradicionales. Laclau insiste en que el populismo no es una ideología, sino una lógica política: la construcción de una idea “de pueblo” a partir de la equivalencia de demandas heterogéneas frente a un enemigo común. México hoy parece atrapado entre dos formas antagónicas de esta lógica populista, que pretenden encarnar -cada una a su manera- la única voz legítima del pueblo.
Aquí radica el núcleo del problema: cuando desde cualquier posición política se asume que solo una parte del pueblo es “el pueblo verdadero”, y que toda crítica o protesta externa es ilegítima o manipulada, se cancela la posibilidad misma de la democracia. Porque esta no es el régimen del consenso pleno ni de la identidad unificada, sino el espacio institucional y simbólico en el que los desacuerdos pueden expresarse sin que ello derive en su descalificación total. Como sostienen tanto Laclau como Bobbio, la democracia es un método de procesamiento de conflictos, no la supresión de los mismos. Es el discurso de todos los discursos posibles, no el privilegio de uno sobre los demás. Cuando se declara ilegítima la protesta de un grupo por no coincidir con el relato dominante, lo que se está afirmando, implícitamente, es que la democracia solo vale para algunos.
La marcha de la generación Z revela además un fenómeno adicional: la creciente distancia entre la experiencia vital de los jóvenes y el sistema político. Muchos de los discursos oficiales interpretan los movimientos juveniles desde categorías propias del siglo XX (manipulación, cooptación, etc.) que resultan insuficientes para comprender a una generación que habita espacios híbridos entre lo físico y lo digital, y que experimenta el deterioro de derechos como el acceso a la vivienda, la movilidad social o la estabilidad laboral. La descalificación inmediata de este tipo de protestas refleja, además de intolerancia, la incapacidad analítica para comprender las mutaciones profundas que experimenta la ciudadanía contemporánea.
La polarización no se reduce, entonces, a una disputa semántica o emocional; es una crisis de representación. En este escenario, México se enfrenta a un dilema crucial: o reconstruye un espacio público capaz de articular demandas diversas sin absorberlas en una lógica de enemigo-aliado, o corre el riesgo de normalizar un régimen de exclusiones recíprocas donde cada actor solo reconoce la legitimidad de su propio discurso.
La respuesta no puede ser, como algunos sugieren, la supresión del conflicto; tampoco la neutralidad tecnocrática que pretende situarse por encima de la política. La vía democrática exige revalorar el disenso y reconocer que la pluralidad es la condición misma de la vida política. Significa también construir instituciones que no solo administren diferencias, sino que las hagan políticamente productivas. De lograrlo, el país podrá transformar sus antagonismos en una fuente de vitalidad democrática renovada para navegar con mayor certidumbre hacia el futuro.
Investigador del PUED-UNAM






