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ENGRANES DE PODER
Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero
Cada vez que una persona cruza la calle sin semáforo arriesgando su vida, se sube a una combi hacinada, pedalea con miedo entre coches o espera media hora el camión sin sombra ni asiento, ahí hay una decisión de gobierno. Una que a veces se tomó mal… o simplemente no se tomó. Porque hablar de movilidad es hablar de política pública en su estado más cotidiano. Más íntimo.
Durante años, nos acostumbramos a pensar que la movilidad era asunto de tránsito, de licencias, de puentes y segundos pisos. Una visión tecnocrática que colocó al coche al centro y a las personas en las orillas. Pero esa lógica está cambiando. Lentamente, sí, pero cambiando.
Hoy el debate ya no gira solo en torno a cuánto cuesta una obra o cuántos kilómetros tiene una vialidad. Hoy el foco está —o debería estar— en algo más profundo: cómo garantizar que moverse en nuestras ciudades no sea un privilegio, sino un derecho. Que caminar, pedalear o usar el transporte público no sea una carrera de obstáculos, sino una experiencia segura, digna y accesible para todos.
Desde hace una década, organismos internacionales, urbanistas, académicos y colectivos ciudadanos han venido empujando el concepto de movilidad amable. Amable con el peatón, con el medio ambiente, con las mujeres, con quienes tienen discapacidad, con quienes no tienen coche. Amable no como adjetivo decorativo, sino como principio de justicia.
Y en México, aunque con ritmos distintos, el tema ya está en la agenda. Hace un par de años se promulgó la Ley General de Movilidad y Seguridad Vial. Fue un parteaguas: por primera vez se reconoció la movilidad como un derecho humano, y se estableció una jerarquía de modos de transporte. Primero el peatón, luego la bicicleta, después el transporte público. El auto particular al final.
Pero una ley no transforma realidades por sí sola. Se necesita voluntad, presupuestos, equipos técnicos y sensibilidad política. Y ahí es donde vienen los matices. Porque mientras en algunos municipios ya se habla de calles completas, banquetas universales o sistemas de bici pública, en otros ni siquiera se han pintado los pasos peatonales.
La brecha entre lo que dicen las leyes y lo que se vive en las calles sigue siendo enorme. No por falta de diagnósticos —los hay por cientos— sino por la costumbre de pensar que las ciudades son para moverse en coche. Que, si no hay para pavimentar, menos para ciclovías. Que una banqueta puede esperar.
Pero no. No puede. Porque en esa banqueta camina una madre con su hija en brazos, una señora con bastón, un chavo rumbo a su escuela o trabajo. Y cuando el espacio público no está pensado para ellos, lo que falla no es la obra: lo que falla es el gobierno.
Hoy más de la mitad de los desplazamientos diarios en México se hacen a pie o en transporte público. Y, sin embargo, la mayor parte del presupuesto en movilidad se sigue yendo a infraestructura para vehículos. Esa asimetría es un reflejo —y una causa— de la desigualdad urbana. Y para muestra el famosísimo puente Atirantado de Pachuca.
La movilidad incluyente no es una moda progresista. Es una respuesta ética y política a décadas de exclusión. Una persona en silla de ruedas debería poder llegar a la plaza pública sin pedir permiso. Una mujer no tendría que mirar atrás cada 20 pasos. Un niño tendría que cruzar la calle sin miedo. Eso es movilidad amable.
Y sí, implica decisiones difíciles. Retirar espacios de estacionamiento para ampliar banquetas. Reducir velocidad en avenidas para evitar muertes. Invertir en transporte público, aunque no se vea tan “inaugurable”. Pero son esas las decisiones que marcan la diferencia entre un gobierno que administra y uno que transforma.
Los beneficios están más que probados. Ciudades que apuestan por la movilidad sustentable tienen menos contaminación, más actividad física, mejor economía local, mayor cohesión social. Y, sobre todo, habitantes más libres.
Claro que el reto es enorme. Cambiar el paradigma no es fácil. Se requiere formación técnica en municipios, cooperación entre niveles de gobierno, voluntad política y paciencia ciudadana. Pero si queremos ciudades más vivibles, más humanas y más justas, no hay atajo: hay que movernos distinto.
Moverse bien es tener una vida mejor. Y si la política no sirve para eso, ¿entonces para qué?
Al tiempo.