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ENGRANES DE PODER
Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero
Seamos creyentes o no, sabemos que la muerte del Papa Francisco deja un vacío difícil de llenar, no solo en los templos católicos y en los corazones de millones de fieles, sino también en los pasillos y salones donde se teje la diplomacia internacional. Su pontificado, el primero de un latinoamericano y de un jesuita, será recordado no solo por sus gestos de humildad y cercanía, sino por la forma en que transformó el papel de la política interna y también la exterior de la Iglesia católica en el mundo.
Desde el inicio de su pontificado, el argentino Jorge Mario Bergoglio rompió esquemas, incluso en cosas muy simples, pero que tenían mucho significado, por ejemplo: dejó de usar los zapatos rojos de diseñador, no vivió en el palacio apostólico. No usaba vehículos blindados ni de lujo. Prefirió el lenguaje cercano, directo y los gestos simbólicos. Pero lo más profundo de su revolución, vino desde su mirada hacia fuera: Francisco entendió que la Santa Sede podía ser mucho más que un actor ceremonial, y la convirtió en una voz política de peso en medio de las grandes tensiones del siglo XXI.
A diferencia de sus predecesores, no limitó su política exterior a los grandes países europeos ni a los tradicionales aliados del Vaticano. Desde el inicio, puso la mirada en las periferias: África, Asia, América Latina. No era casual. Francisco hablaba desde el sur global, y eso se notaba en cada viaje, en cada discurso y en cada encuentro. Su presencia en lugares como Lampedusa, Irak o Myanmar no fue una foto, fue un mensaje. Allí donde el mundo sufría, Francisco ponía su rostro y la palabra.
Fue mediador. Fue puente. Facilitó el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos. Impulsó con firmeza el acercamiento con China en un terreno tan delicado como la designación de obispos. Se sentó a la mesa con líderes musulmanes y judíos, y viajó donde nunca antes un Papa había estado. No por protagonismo, sino por convicción. Para él, la diplomacia no era protocolo, era compromiso con la paz.
Su política exterior estuvo marcada por una agenda clara: los migrantes, la paz, el cuidado del medio ambiente, el Desarrollo Sostenible y la dignidad humana. Su encíclica “Laudato si’”, sobre el cuidado de la casa común, la Madre Tierra, fue una de las intervenciones más potentes en la conversación global sobre el cambio climático. No solo hablaba de fe, hablaba de ciencia, de responsabilidad y de urgencia. Su voz resonaba fuerte en la ONU, en las COP´s, en los foros internacionales. No por fuerza política, sino por autoridad moral.
Y, sin embargo, su papel como Jefe de Estado y gobernante, no estuvo exento de críticas. En el interior de la Iglesia, muchos sectores, principalmente los más conservadores, quienes se sintieron amenazados y desafiados por sus políticas internas y cuestionaron sus posiciones aperturistas, su visión sobre el papel de la mujer, su tono frente a la comunidad LGBTQ+, su reposicionamiento hacia los más pobres y desfavorecidos.
Tampoco gustó su revisión de las cuentas vaticanas y la severa crítica del papel de los “grandes y obesos” jerarcas católicos. Creó la Secretaría de Economía, que gestiona el patrimonio inmobiliario y los fondos económicos, antes controlados por la Secretaría de Estado. A través de ella, se implementaron medidas de mayor transparencia, control de cuentas y una política de menor gasto para los cardenales, poniendo principal atención en la austeridad de la Iglesia. También promovió la creación de una comisión para buscar fondos, debido a la disminución de las donaciones hacia la Iglesia.
A pesar de los embates y del “fuego amigo”, él siguió firme. Porque su brújula no era la corrección política, y eso lo demostró desde sus tiempos en el seminario y su paso por el obispado de Buenos Aires.
Francisco entendía que, en un mundo roto, las instituciones deben ser puentes. Y él fue uno. Lo fue entre creyentes y no creyentes. Entre culturas. Entre enemigos. Lo fue también entre el pasado y el presente de la Iglesia, tratando de limpiar heridas, de tender la mano, de reformar estructuras oxidadas sin romper del todo con la tradición. Fue, en muchos sentidos, un equilibrista. Pero no uno tímido. Uno valiente.
Pocos líderes contemporáneos, entendieron como él, el poder de la palabra y el gesto en la escena global. Francisco no necesitaba ejércitos, amenazas arancelarias o sanciones económicas para mover voluntades. Le bastaba una frase, una visita inesperada o un abrazo sincero a quien había sido marginado. Su lenguaje era el del encuentro, y su estrategia, la empatía. En un mundo que a menudo glorifica la fuerza, él eligió el camino del entendimiento.
Hoy, su legado no quedará tan solo en los archivos del Vaticano, ni en los comunicados apostólicos oficiales. Permanecerá en cada líder que decidió sentarse a dialogar, en cada comunidad que se sintió escuchada por primera vez, en cada creyente y no creyente que encontró en él una voz que hablaba más allá de la religión. Francisco no fue solo el Papa de su tiempo, fue un actor clave en la historia reciente del mundo. Uno que, sin imponer por la fuerza, logró influir. Sin gritar, levantó la voz y logró ser escuchado.
Con su partida, no solo se va un líder religioso. Se va el jefe de Estado que supo hacer de la diplomacia un acto de fe. Un Papa que habló con los poderosos, pero pensó en los olvidados. Un hombre que, desde Roma, volvió a mirar al mundo con los ojos del sur. Y eso —aunque ahora su voz se haya silenciado—, resonará por mucho tiempo.