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LA COMPLEJA REALIDAD DE LAS FOSAS COMUNES

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Por  Mario Luis Fuentes

La Comisión Nacional de Búsqueda tiene un registro de personas inhumadas en fosas comunes de cementerios de todo el país. El registro es extenso: 22,722 personas que yacen en alguno de estos espacios, lo que significaría, en un mero ejercicio estadístico, que habría un promedio de alrededor de 9.25 casos por cada uno de los municipios del país.

¿Quiénes son? ¿Por qué llegaron allí? Sin duda se trata de una realidad compleja y multicausal. Se trata, por ejemplo, de personas que fallecieron en vía pública, habiendo sido personas en situación de calle; muchas de ellas con severos desórdenes de la personalidad, o enfermedades crónico-degenerativas como el Alzheimer, que lleva a la pérdida de memoria y en no pocas ocasiones, a que las personas se extravíen y no recuerden siquiera sus nombres.

Sólo quienes han visto de frente una de estas fosas puede tener una idea aproximada de la realidad terrible que implican. Pues en ellas no sólo se encuentran cuerpos muertos, sino también fragmentos o miembros que son localizados en vía pública y que se desconoce si la persona a quienes pertenecían se encuentra o no viva.

Ni siquiera la imaginación de grandes genios como Dante en su Divina Comedia, o de El Bosco, en su gran tríptico El Jardín de las Delicias, alcanzaría para describir o retratar una realidad tan horrenda como la que está asociada a este tipo de fosas; cuyo nombre y concepto no alcanza, ni de lejos, a describir lo que implica en términos sociales.

En muchos de los casos, las personas que yacen ahí están plenamente identificadas. Se conoce su nombre, su edad, su sexo, su fecha de defunción, y otros datos. Son personas que, sin embargo, un tuvieron a nadie que acudiera a reclamar sus restos; porque en muchos de los casos quizá ni siquiera saben que estaban allí; y en otros, porque definitivamente no había nadie que los reclamara.

Las categorías que describen el tipo de resto, que están en la base de datos de la CNB permiten imaginar el horror: “cadáver”; “restos humanos”, “miembros”; “feto”; “restos cremados”; “restos humanos”; “restos óseos”; es decir, la muerte en pleno en sus más variadas y también en sus más horrendas formas de aparición.

En medio de la maldad que se despliega todos los días en todo el territorio nacional, pareciera que esta realidad es asunto menor; pues si se compara con su contracara, que son las llamadas fosas clandestinas, donde el crimen organizado entierra a cientos de personas que han sido torturadas y asesinadas, el tema de las fosas comunes se encuentra regulado y forma parte del mundo institucional establecido por la Ley.

Pese a lo anterior, debemos ser capaces de construir nuevas formas de relacionarnos con la muerte; y con base en ello, encontrar la manera de devolverle dignidad a la vida y con ella, a su desenlace inevitable en las condiciones de mayor humanidad posible, entendiendo por ello, el acompañamiento, ya bien de las y los familiares; y en el caso de las personas solas, de una compasión mínima del Estado a través de su orden institucional.

Desde esta perspectiva, nuestro paradigma constitucional vigente en materia de derechos humanos incluye, de la mano de la noción de la dignidad de la vida humana, la relativa a la dignidad de la muerte. Y esto puede comprenderse fácilmente si se piensa que, incluso en los sistemas penales donde erróneamente se mantiene la figura de la pena de muerte, se busca aplicar métodos que generen el menor dolor posible a la persona que es ejecutada.

La inhumación de las personas en la llamada “fosa común” representa además de la muerte física, la “muerte social”; pues con ellas su nombre y memoria quedan definitivamente en el olvido; deja de haber el encuentro simbólico de un referente físico de dónde se encuentra quien vivió en torno de nosotros o que estuvo por momentos importantes a nuestro lado.

Las fosas comunes, estando dentro de los panteones municipales, constituyen el cementerio de las víctimas; Para la fosa común no caben los hermosos versos de Antonio Machado, en el poema “En el entierro de un amigo”

“Un golpe de ataúd en tierra es algo

perfectamente serio.

Sobre la negra caja se rompían

los pesados terrones polvorientos…

El aire se llevaba

de la honda fosa el blanquecino aliento.

Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa,

larga paz a tus huesos…

Definitivamente,
duerme un sueño tranquilo y verdadero”.

Y es que lo más duro es que ante los restos que se entierran en las fosas comunes no es que no haya ataúd, o tierra o la “gente sin sombra” que ahí habrá de dormir para siempre. Lo que no hay es el familiar, el amigo, siquiera el conocido que piense en esos versos y al menos, pensando metafóricamente, permita que la memoria de los vivos pueda continuar tranquila en lo que les quede por discurrir en esta tierra de la profunda Comala en la que pensaría el gran Rulfo.

Debemos estar conscientes y convencernos, como lo habría escrito alguna vez Julio Cortázar, que hemos entrado en malos tiempos; y que con ellos quedan sepultados no sólo los muertos de la violencia sádica; sino que corremos el riesgo de enterrar también nuestros mejores anhelos, valores, principios de convivencia elementales que nos den la posibilidad de pensar en un final en el que al menos el nombre y la memoria estarán a salvo.

En casi todas las culturas, si algo preocupa, es el desaparecer para siempre. De ahí que se hayan inventado incontables mitos respecto de un anhelado tránsito de la vida en la tierra hacia un espacio de descanso eterno o de realización de la felicidad universal. Porque si hay vida futura, la memoria que aquí permanezca se imagina también como un puente que en algún momento habrá de llevar a los que quedan, al mismo destino feliz imaginado.

Así, más allá de que lo anterior sea o no cierto, lo evidente es que, como lo señaló alguna vez Unamuno, los seres humanos somos “animales guarda muertos”; porque así imaginamos que el terror de la desaparición permanente de este mundo, puede evitarse; y porque para millones queda el consuelo de un posible futuro reencuentro.

Pero en las fosas comunes todo eso queda borrado; se hace imposible que la huella que nos caracterizó como seres vivos se mantenga. Y cuando eso entra en el reino de las sombras, éstas terminan, inevitablemente, proyectándose sobre todos los demás; una situación existencial que se debe y puede evitar; pero que implica un nuevo y muy amplio esfuerzo público para resignificar la dignidad de la vida, y con ella, de la muerte a la que, inevitablemente, habremos de llegar todas y todos.

Investigador del PUED-UNAM

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