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LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE Y EL NACIMIENTO DEL SOCIALISMO

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Lenin, artífice del movimiento de masas

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*  La idea del comunismo, como término final y necesario de todos los cursos históricos emprendidos por el Género humano, es sin duda una idea  y  fuerza tan potente como pudiera haberlo sido la idea fuerza del mesianismo judío o cristiano

 

Por RICARDO VEISAGA

Especial para Expediente Ultra/Fotos especiales

 A finales de 2017, con motivo de los cien años de la Revolución de Octubre, se escribieron numerosos artículos al respecto, es obvio que así sucediera ya que el marxismo tiene mucha historia, un triste presente (Cuba, Corea del Norte, Venezuela), y nada de futuro. El Comunismo, en perspectiva histórica, antes y después de la Unión Soviética fue una poderosa idea fuerza de primer orden que polarizó, a favor o en contra, a las sociedades políticas de los dos últimos siglos. Hay que dejar en claro, que no es lo mismo el «comunismo libertario», bakuniano, de los anarquistas españoles de los años treinta, que el «comunismo marxista» estatalista, que buscaba la conquista del Estado por la clase obrera, ya fuera por la vía pacífica o ya fuera por la vía violenta, revolucionaria.

Como apuntó Bueno, el comunismo marxista fue el comunismo asociado al marxismo leninismo de la Unión Soviética, creada a raíz de la Revolución de Octubre de 1917; razón por la cual se organizó un nuevo orden, económico y político, calificado como dictadura del proletariado, con una economía de dirección central planificada, principalmente por los planes quinquenales de Stalin. Un orden que, tras la victoria soviética frente a la Alemania nacional socialista, en la Segunda Guerra Mundial, comenzó a llamarse «república socialista democrática», vinculada a la Tercera Internacional. Muerto Stalin en 1953, Kruschev, tras el XX Congreso del PCUS, que inició el llamado proceso de desestalinización, afirmó en un discurso solemne que el comunismo pleno, en el ámbito de la URSS, se alcanzaría a mediados de los años ochenta (hacia 1986).

Otra derivante fue la Revolución en China

Pero, el comunismo de Kruschev y sucesores, se enfrentaba a quienes ya desde hacía años desde Trotsky, y Bruno Rizzi habían acusado a Stalin de traicionar la Revolución de Octubre y construir, no tanto una sociedad comunista, cuanto un vulgar «colectivismo burocrático». La IV Internacional quiso inspirarse en los ideales del comunismo más genuino, a veces muy próximos a los del comunismo libertario, en una revolución permanente. Sin embargo, el comunismo soviético dominó durante la Guerra Fría (1945-1990) en muchos Estados de Europa llamados socialistas: Alemania oriental, Polonia, Bulgaria, Checoslovaquia, Albania Yugoslavia, Rumania; influyendo en las decisiones de otros países y modelo para los Partidos Comunistas de Italia, España, Francia, para no hablar de Gran Bretaña, Suecia, Noruega, etc.

También fue el modelo soviético para la organización de la República Popular China por Mao Tse Tung (que, pronto entró en conflicto con la Unión Soviética). En todo caso, el comunismo soviético (o, para otros, el «socialismo realmente existente», el «colectivismo burocrático» o la «dictadura tártara») se desplomó estrepitosamente en 1990, tras la era Gorbachov. La caída del comunismo soviético debilitó profundamente a los partidos comunistas de las democracias europeas, tales como Italia, Alemania, Francia, España, que fueron «neutralizadas» por las socialdemocracias (el PSOE en España, que con Felipe González renunció no sólo al leninismo sino también al marxismo) o por las democracias cristianas o afines.

La idea del comunismo, como término final y necesario de todos los cursos históricos emprendidos por el Género humano, es sin duda una idea fuerza tan potente como pudiera haberlo sido la idea fuerza del mesianismo judío o cristiano (sin que por esto sea legítimo identificar al marxismo con una religión, como es frecuente en tanta gente que tomaba habitualmente la parte por el todo). Sin embargo, la idea fuerza del materialismo histórico vinculaba al comunismo con una idea metafísica, resultado de una sustancialización mitopoiética de una idea meramente taxonómica, a saber, la idea del Género humano de Linneo. Porque el Género humano no es una sustancia, ni una esencia, ni la «Humanidad» es una totalidad que tienda, por sí misma, a un fin preescrito en una dirección determinada, progresista y armónica.

Sin embargo, la fascinación que causaba en millones de hombres esta idea fuerza era, en su mismo principio, resultante de la ignorancia profunda de quienes se dejaban arrastrar por una sinécdoque (figura retórica de pensamiento que consiste en designar una cosa con el nombre de otra con la que existe una relación de inclusión, por lo que puede utilizarse, básicamente, el nombre del todo por la parte o la parte por el todo, la materia por el objeto, la especie por el género [y viceversa], el singular por el plural [y viceversa] o lo abstracto por lo concreto), la idea fuerza del comunismo. La Humanidad no es un sujeto activo, porque está realmente dispersa en multitud de bandas, tribus, naciones y Estados. La totalización de la Humanidad, base del humanismo comunista, y del humanismo cristiano o socialdemócrata, sólo puede tener lugar a partir de la constitución de algunos Estados, en el momento en que unos intentan obtener la hegemonía sobre otros, es decir, a partir de los Imperios, y de los Imperios universales.

La idea monista de un Género humano en evolución quedaría sustituida por la idea de los Imperios históricos en conflicto mutuo. Conflicto entre Imperios, que es ignorada por aquellos que se dicen cultores de lo político. Sólo desde la ignorancia en torno a los mecanismos que pueden haber dado lugar a la división en clases dentro de los territorios apropiados por los propios Estados (apropiación que no puede confundirse con ningún derecho de propiedad, que sólo puede haber surgido una vez constituido esos Estados) puede mantenerse el comunismo como una idea fuerza. No dudamos que esta idea fuerza ofrece a sus creyentes una explicación de las «injusticias» de las diferencias de clase o de las maldades del capitalismo; pero esta idea ejerce su influjo animador de manera similar a como la idea de Dios ejerce un influjo elevante y santificante en quienes creen en él.

Stalin transformó el socialismo en dictadura

No voy a detenerme en hechos anecdóticos de la Revolución, sino en tratar de entender políticamente, parafraseando a Lenin, en la respuesta que dio al político socialista español Fernando de los Ríos, cuando éste, en su calidad de miembro de una comisión de partidos socialistas y anarquistas españoles que visitó a las autoridades del instaurado régimen que daría comienzo a la URSS, y tras escuchar las explicaciones del gobierno revolucionario, preguntó con cierto recelo: «¿Y qué lugar queda en el nuevo sistema para la libertad?». Lenin respondió: «Libertad, ¿para qué?». Con esta respuesta salió al paso de las pretensiones más o menos metafísicas de todos aquellos partidos que inscribían como divisa en sus banderas la palabra «¡Libertad!», cuando quienes las llevaban, y el pueblo hambriento al que decían representar, no necesitaba tanto libertad cuanto pan y trabajo.

Es como si la libertad, como objetivo abstracto  (es decir filosóficamente: lisológico) de la revolución, por sublime que fuese, se apareciese entonces como un objetivo vacío. Entonces, me pregunto: ¿Revolución, para qué? Antes hay que definir qué se entiende por Revolución. En sentido estrictamente político:

«La revolución es la gran convulsión que implica un cambio en la capa conjuntiva, la capa basal y la capa cortical; y en sus ramas estructurativas, operativas y determinativas de un Estado concreto. Un cambio en las capas y ramas del poder de dicho Estado supone, asimismo, una modificación de la superestructura ideológica. Una revolución trae consigo una nueva filosofía y una reestructuración de las filosofías hasta entonces vigentes, pues se piensa desde una nueva implantación.

La revolución es «el viejo topo» que se abre rápidamente debajo de la tierra: «¡Bien has hozado, viejo topo!» Marx. «Viejo topo» es una expresión que Marx tomó de la traducción estándar al alemán del Hamlet de Shakespeare; expresión que empleó Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, refiriéndose al progreso del Espíritu en la historia de la filosofía: «¡Bien has trabajado, inteligente topo!» (Hegel). La revolución es como un enorme topo que socava el orden social al ir avanzado bajo tierra y emerger para imponer un cambio cualitativo y con ello, para perseverar y prosperar en el poder, destruir lo que tenga que destruir y conservar lo que tenga que conservar de las instituciones del Estado conquistado.

La revolución supone el fin y el comienzo de otro Estado. «Las revoluciones en la sociedad son el equivalente de los saltos en la naturaleza. No caen un día del cielo, sino que son preparadas por todo el curso precedente del desarrollo, así como el agua hirviendo es preparada por el proceso térmico o la explosión de la caldera de vapor, por la presión creciente del vapor en sus paredes. Una revolución en la sociedad significa su reconstrucción, “un cambio estructural del sistema”. Ocurre como consecuencia inevitable de las contradicciones entre la estructura de la sociedad y las exigencias de su desarrollo… en la sociedad, al igual que en la naturaleza, tienen lugar cambios bruscos. En la sociedad, al igual que en la naturaleza, la evolución (desarrollo gradual) conduce a la revolución (salto): “Los cambios violentos presuponen una evolución anterior y los cambios graduales conducen a cambios bruscos. Estos son dos momentos necesarios del mismo proceso” (Plejánov)» Bujarin.

La revolución (en general) no está dirigida contra el orden en general, sino contra un orden establecido en particular, contra un estado de cosas determinado, y por ello consiste en una tarea práctica que trata de eliminar las contradicciones.

La revolución no acaba con el gobierno en general, sino con un gobierno concreto en particular, de ahí que su triunfo trae aparejado un trastrocamiento político. La revolución no es un acto de todo el pueblo sino de una parte del mismo, sin perjuicio de que sus resultados puedan afectar al conjunto de la sociedad y su territorio; aunque Engels haya dicho al ser entrevistado en 1878 que «Las revoluciones no las hace un partido, sino la nación entera».

La revolución es un «movimiento práctico», esto es, una actividad «crítico-práctica» diría Marx. «La revolución no es otra cosa que la lucha por el Poder; una lucha política que las clases sostienen no con las manos vacías, sino por medio de “instituciones políticas concretas” (partidos, etc.)» Trotsky.

Marx, su teoría sentó las bases del sistema socialista

Por ello a Marx la revolución proletaria no se le presentó como un ideal puesto en un futuro más o menos lejano o cercano sino como una necesidad histórica, lo que vendría a dar de sí el desarrollo de las fuerzas de producción en la historia. En el libro La sagrada familia, junto a Engels, afirmaba que el proletariado, en cuanto tal, trabaja por su propia extinción, y por ello es el partido de la destrucción frente a la burguesía propietaria que venía a ser el partido conservador. Pero el proletariado destruye el Estado burgués para construir el Estado proletario que, dictadura del proletariado mediante, de a poco se iría extinguiendo (desmentida por la política real, una vez en el poder y construyeron el Estado para defenderse del «cerco capitalista»).

Para Marx, la revolución llega cuando entran en contradicción las fuerzas y las relaciones de producción, y la resolución de este conflicto estalla en forma de revolución no ya de modo accidental sino de modo necesario: la revolución es una necesidad histórica, y en el caso de la revolución proletaria, una especie de imperativo categórico porque en el régimen burgués el hombre no es tratado humanamente, pues con sus largas horas de trabajo forzado mortifica su cuerpo y su alma. Así pues, los factores objetivos que derivan en una gran crisis indican que el capitalismo ya cumplió su misión histórica y es turno de la revolución socialista y del consecuente comunismo final (que en realidad no fue la consecuencia de la revolución, y tras 74 años de existencia, fue más bien el final del comunismo, la distaxia de todo un Imperio, en su lucha con el Imperio capitalista y sus aliados en la dialéctica de Imperios durante la Guerra Fría).

Las revoluciones son como el dios Saturno, pues devoran a sus propios hijos (expresión usada por primera vez, por el diputado girondino Pierre Victurnien Vergniaud en 1793). «Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo».

Engels se refiere a las revoluciones de Inglaterra (1644), Francia (1789-1793) y Alemania (1848-1849). En la Revolución Francesa, la «Gran Revolución», la burguesía francesa no pudo consolidar su poder como lo hizo la aristocracia en la Edad Media y sólo durante tres años, los años de la Segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía. «Hasta ahora, una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros», escribe en 1892.

La revolución sólo es posible cuando la clase dominante no está capacitada para seguir dominando a las clases dominadas.

Cuando el equilibrio entre las fuerzas productivas y los fundamentos de la estructura económica de una determinada sociedad política se rompen entonces estalla la revolución (aunque no siempre). Bujarin dirá: «La revolución, por lo tanto, se produce cuando se da un conflicto agudo entre las fuerzas productivas en crecimiento, las que no pueden estar más tiempo dentro del marco de las relaciones de producción imperante y lo que constituye el lazo fundamental de estas relaciones de producción, es decir las relaciones de propiedad, la concentración de los instrumentos de trabajo. Entonces este marco estalla».

Para Marx, lo más importante es tener en cuenta las condiciones objetivas, las condiciones materiales: «Cuando las condiciones materiales de vida de la sociedad se han desarrollado suficientemente para hacer de la modificación de su forma política oficial una necesidad vital, toda la fisonomía del viejo poder político se transforma». Si no es así, entonces «la vieja mierda» volvería con nueva forma. Tras las revoluciones de 1848-1849, Marx pensaba que la revolución se desencadenaría a raíz de una gran crisis económica capitalista, una crisis que colapsase el sistema. Así lo expresó para el New York Tribune en junio de 1853:

«Desde principios del siglo XIX no ha habido en Europa revolución importante que no se haya visto precedida de una crisis comercial y financiera. Esto es verdad tanto de la revolución de 1789 como la de 1848. Todos los días vemos disputas más temibles entre los poderes gobernantes y sus súbditos, entre el Estado y la sociedad, y entre las distintas clases; conflictos entre las potencias existentes que alcanzan ese clímax en que todos desenvainan su espada y recurren a la razón última de los príncipes. (…) No es probable que las guerras o las revoluciones siembren la discordia en Europa a no ser que sea resultado de una crisis comercial e industrial generalizada de la cual, como siempre, dará la señal de alarma Inglaterra, representante de la industria europea en el mercado mundial».

Como la recesión y la crisis global de agosto de 1857 no engendraron un nuevo 1848. Marx llegó a la conclusión de que el estallido de la revolución con el final del capitalismo estaría en el escándalo que supondría la acumulación del capital en pocas manos y la acumulación de la miseria. Las condiciones de los trabajadores debían de ser insoportables, acumulándose escandalosamente la riqueza en un extremo y la miseria en otro, siendo dicha acentuación de la miseria el factor determinante de la voluntad revolucionaria, y la miseria en el sistema capitalista se acentuaría con la misma necesidad que la gran industria devoraría a la pequeña industria y del mismo modo que, mutatis mutandis, el latifundio devora al minifundio. Pero como objetó Edward Bernstein, en Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia en 1899, jamás se dio.

Entre 1850 y 1860, Marx creía que una gran guerra europea podría ser determinante para el estallido de la revolución (y así fue, al menos en Rusia). La gran guerra entre las grandes potencias, no llegaría hasta 43 años después. Pero en la década de 1870 desconfiaba de la posibilidad de estallido revolucionario en dicha guerra, sospechaba que ésta pudiese tener consecuencias reaccionarias.

Engels también temía y decía que «sería nuestra mayor desgracia, podría retrasar veinte años el movimiento (socialista de Alemania)».

Para Marx la revolución burguesa rusa vendría a ser la culminación del período inaugurado en 1789 con la Revolución Francesa, con la implantación mundial de regímenes democráticos y republicanos pero todavía burgueses, situación que allanaría el camino a la clase proletaria para que realizase efectivamente su revolución que venía a ser la revolución de la supuesta clase universal, la revolución de la emancipación de la Humanidad, una visión escatológica de la historia que fue desmentida totalmente.

En abril de 1892 Engels dijo que el triunfo de la clase obrera «solo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania», es decir, a través de la solidaridad de los proletarios de estas naciones contra sus patrones; y afirmó que los progresos de la clase obrera alemana no tenían precedente. «Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?».

En 1891 el joven Lenin seguía a Marx y a Chernishevsky con su máxima de «cuanto peor, mejor», y por ello se opuso a la ayuda humanitaria para frenar la hambruna de aquel año, puesto que la hambruna forzaría a millones de campesinos pobres a sublevarse y unirse al proletariado (en sintonía con la teoría de la pauperización extrema de Marx). Por lo tanto, mientras peor fuese la situación mejor sería para la revolución.

Es decir, el «cuanto peor, mejor» se convirtió en el lema de la autenticidad revolucionaria, frente al gradualismo reformista, que trataba de llegar al socialismo por la vía pacífica (no violenta, no revolucionaria). Lenin advertía a las masas obreras y campesinas de que no cayesen en el revolucionarismo abstracto, vacío y meramente verbal de los anarquistas y otros oportunistas «filisteos». Que no se dejasen llevar por cantos de sirena de la sofística pseudorevolucionaria.

Sin la solidaridad proletaria internacional, los proletarios franceses y alemanes, terminaron tomando partido por los burgueses de sus respectivas naciones y se resolvió el conflicto en una Gran Guerra. La fecha clave es el 4 de agosto de 1914 cuando los diputados del Partido Socialdemócrata Alemán votaron en el Reichstag a favor de los créditos de guerra. El conflicto acabó con la Idea del proletariado universal, que mostró ser una paraidea. Pero, fue esa gran guerra la que desencadenó la revolución llevándose a cabo contra el gobernante más odiado por Marx: el Zar de todas las Rusias. Es cierto que los bolcheviques harían su revolución no directamente contra el Zar sino contra el Gobierno provisional de Kerensky. Aunque el Zar sí fue ejecutado, junto a toda su familia, por los bolcheviques, por prudencia política.

En Los fundamentos del leninismo, escribía Stalin, que la furiosa competencia entre las distintas potencias imperialistas «entraña como elemento inevitable las guerras imperialistas, guerras por la conquista de territorios ajenos. Esta circunstancia tiene, a su vez, la particularidad de que lleva al mutuo debilitamiento de los imperialistas, quebranta las posiciones del capitalismo en general, aproxima el momento de la revolución proletaria y hace de esta revolución una necesidad práctica».

Lenin consideraba la conciencia revolucionaria como fundamental para la revolución, y que la ignorancia jamás fue de provecho para nadie, la revolución no es algo que simplemente estalle y se desate, es necesaria su planificación y organización. No basta sólo voluntad, sino también inteligencia. Una revolución sin una preparación es propio de un «revolucionarismo vulgar» decía Lenin, que «no comprende que la palabra es también un acto».

En la noche del 16 (29) de octubre de 1917, en una reunión del comité central del partido bolchevique en la parte norte de Petrogrado, Lenin afirmaba: «Es imposible guiarse por el estado de ánimo de las masas. Porque es variable y no se puede cambiar con precisión; debemos guiarnos por una valoración y un análisis objetivo de la revolución». Esta es imposible sin conciencia revolucionaria, sin perjuicio de que las condiciones para que se ponga en marcha un proceso revolucionario estén «por encima de la voluntad» de las clases sociales y los partidos políticos. Según Marx, el proletariado, al alcanzar conciencia de sí, de su fuerza revolucionaria, alcanza conciencia del progreso, esto es, de la situación política, económica y social que a la sazón traería la revolución que superaría el antagonismo de clases, y sólo el proletariado es revolucionario si tiene conciencia de su hegemonía y la aplica.

La gran lección que significó la Comuna de París (como observó Lenin fue un levantamiento espontáneo, indisciplinado, heterogéneo y confuso), la revolución tiene que ser premeditada, disciplinada, homogénea en la medida de lo posible y con objetivos claros. Siempre con realismo político y al margen de fantasías escatológicas; fantasías de las que, al fin y al cabo, el marxismo-leninismo no se libró, pecando de optimismo metafísico y progresismo histórico. Aunque ese optimismo escatológico también era útil como ideología (al fin y al cabo conciencia falsa) o idea-fuerza para movilizar a las masas. De hecho, Lenin no se habría lanzado a la aventura de la insurrección de Octubre sin creer en el mito de la revolución mundial, frente a Kámenev y Zinóviev que no estaban seguros del estallido de la revolución, al menos, en Europa (fundamentalmente Alemania); con lo cual, dicho sea de paso, los acontecimientos les dieron la razón a estos.

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La revolución la planea la élite de intelectuales y no los obreros, y en esto vemos a Lenin frente a Marx.

Lenin sustituyó la alianza con la burguesía por la alianza con el campesinado, lo cual era lo más apropiado en el contexto de Rusia.

Marx llegó a decir que la tarea de la revolución socialista consistía en ser algo que debían hacer los propios obreros, cosa que vendría a corregir Lenin, pues para éste sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario, y dicha teoría sólo pueden llevarla a cabo las élites intelectuales, cuya condición social es paradójicamente burguesa (lo que les permite tener tiempo para estudiar y meditar objetivamente sobre las complejidades de la revolución): «la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales. Por su posición social, también los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa». Lenin.

El proletariado debía de ser organizado por el partido que sería el medio por el que la clase obrera se sirve para luchar contra la clase burguesa y sus aliados. Si la clase proletaria era interpretada como unidad económica, el Partido era interpretado como una unidad política e ideológica. El Partido, si realmente es revolucionario y proletario, debe ligar a los líderes con la clase y las masas obreras en un todo único e indisoluble. Pero el Partido no debe descender al nivel de los obreros, sino más bien es la clase obrera la que debe ascender o es ascendida por el Partido a su nivel. Lenin dijo que Marx y Engels eran intelectuales burgueses. Y aunque los obreros fuesen constantemente mencionados por las organizaciones socialdemócratas, eran raros dentro de un movimiento que estaba en manos de la intelligentzia rusa, en la que había personas de origen noble como Plejánov o el mismísimo Lenin, e intelectuales judíos, como Trotski o Mártov.

La sustitución de la clase proletaria por el Partido en las tareas de la revolución fue la más importante innovación de Lenin a la teoría y práctica del marxismo. Para Lenin, la planificación y la acción del proletariado dependen de la intelectualidad de los jefes del Partido. Ello ha hecho que muchos historiadores interpreten la «dictadura del proletariado» como la «dictadura sobre el proletariado», como lo hicieron Plejánov contra Lenin y Trotski contra Stalin.

La consigna «todo el poder a los soviets» debía entenderse como «todo el poder a los soviets bajo la guía del partido revolucionario»; es decir, «todo el poder a los soviets bolchevizados». Y, en la política real, «todo el poder a los soviets» se transformó en «todo el poder al Sovnarkom», el cual era la vanguardia o élite que ejercía el poder en nombre del proletariado, e incluso en contra según los casos y las combinaciones de alianzas.

En agosto de 1903, se produjo la ruptura entre mencheviques (minoría) y bolcheviques (mayoría) en las últimas jornadas del II Congreso del POSDR. Una ruptura que por sus repercusiones, no sólo sería trascendental para la historia del movimiento obrero ruso, sino también para la historia universal. Las posiciones de mencheviques y bolcheviques eran totalmente opuestas: los primeros pensaban en un partido de masas controlado por las bases y los segundos en una jerarquía organizada controlada por la cúspide. Si para los mencheviques la revolución debía llevarla a cabo la clase obrera apoyada por la intelectualidad, para los bolcheviques la revolución debía ser organizada por la élite o vanguardia revolucionaria, los intelectuales marxistas, y apoyada por la clase obrera y también campesina.

Para Lenin, los mencheviques eran representantes del individualismo burgués-intelectual y los bolcheviques de la organización y disciplina proletaria de los hombres-partido.

Lenin empleó la famosa tesis 11 sobre (contra) Feuerbach de Marx y llegó a la conclusión de que los mencheviques se limitaban a interpretar el mundo y los bolcheviques trataban de transformarlo. Los mencheviques estarían clasificados en la cuarta generación de izquierdas (la socialdemocracia, que en ocasiones podía tender hacia una especie del social gnosticismo) y los bolcheviques en la quinta generación de izquierdas (el comunismo que conquistó y reconstruyó el Imperio de los zares en un Imperio que tras 74 años, terminó distáxicamente).

La violencia ocupa un lugar importante en toda revolución, por ello un revolucionario tiene que tener un corazón de piedra (y en general todo político).

Como decía Napoleón, frase que subrayó Stalin en una biografía que leía sobre el político francés:

«El corazón de un hombre de Estado está en su cerebro».

Como le escribió en noviembre de 1875 Friedrich Engels a Piotr Lavrovich Lavrov: «En Alemania el falso sentimentalismo ha causado y causa todavía un daño inaudito, y el odio es –al menos por el momento– más necesario que el amor». Tras su primera ruptura con Plejánov a principios de 1900, Lenin llegó a la siguiente conclusión: «es necesario comportarse con todos “sin sentimentalismo”, hay que tener una piedra en lugar de corazón».

La violencia es muy importante no sólo en la historia de las revoluciones, sino en la historia en general. «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica»

Marx. Para Engels, «la violencia desempeña también otro papel en la historia (además del agente del mal), un papel revolucionario; de que, según la expresión de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe las formas políticas enrigidecidas y muertas».

En 1878, un periodista le preguntó si «el asesinato y el derramamiento de sangre son imprescindibles para la consecución de sus principios», Marx respondió que «Ningún gran movimiento ha nacido sin derramamiento de sangre. Los Estados Unidos de Norteamérica alcanzaron su independencia con derramamiento de sangre, Napoleón conquistó Francia con acontecimientos sangrientos, y fue vencido del mismo modo. Italia, Inglaterra, Alemania y cualquier otro país ofrecen ejemplos similares. En lo que se refiere el crimen alevoso, ya se sabe que no es nada nuevo. Orsini ha intentado asesinar a Napoleón, pero los reyes han matado más gente que cualquier otra persona. Los jesuitas han matado, y lo mismo los puritanos bajo Cromwell. Y todo ello sucedió antes de que nadie oyera hablar de los socialistas».

La violencia no es un componente accidental de la revolución política, sino esencial, pues a través de ella se sustenta la misma. La política en general, y la política revolucionaria en particular, no pueden regirse o plegarse a normas, dictados o «imperativos» éticos. Por tanto, condenar la violencia, en general, o la violencia humana en particular, es un completo sinsentido, por muchas manifestaciones rebosantes de emoción pacifista que se organicen en contra de la violencia.

La consigna de mayo del 68 «Cuando pienso en la revolución, me entran ganas de hacer el amor» es ajena al espíritu del marxismo-leninismo, y de hecho vendría a ser el polo opuesto de toda revolución. Marx decía en 1860: «Las tormentas levantan siempre basura, las épocas revolucionarias no huelen nunca a agua de rosas, y nadie puede librarse en ellas de verse salpicado de lodo; es natural. No hay escape», y Lenin «Donde se maneja el hacha, saltan astillas». De ahí que «la revolución es precisamente una revolución porque no se contenta con limosnas ni con pagos a plazos» Trotsky.

La revolución es una tarea encargada a «una organización militar de agentes», Lenin. Y «Una clase oprimida que no aspirase a aprender el manejo de las armas, a tener armas, esa clase oprimida sólo merecería que se la tratara como a los esclavos. Nosotros, si no queremos convertirnos en pacifistas burgueses o en oportunistas, no podemos olvidar que vivimos en una sociedad de clases, de la que no hay ni puede haber otra salida que la lucha de clases».

Y esa salida de la lucha de clases se llama «dictadura del proletariado», lo cual implica armar al proletariado, pues las armas garantizan tal dictadura. No cabe el diálogo con las manos vacías, como dijo Stalin parafraseando a Napoleón:

«¡Camaradas! ¿Creéis que podemos derrotar al zar con las manos vacías? ¡Nunca! Necesitamos tres cosas. Primero: ¡Pistolas! Segundo: ¡Pistolas! Y tercero: ¡Pistolas y más pistolas!».

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La destrucción del ejército es el objetivo revolucionario, pero lo primero que llevan a cabo las fuerzas revolucionarias es construir un nuevo ejército, acordes a los propósitos de la revolución.

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En el siglo XVII la Revolución Inglesa destruyó el poder estatal de la monarquía feudal al destruir a su ejército y fundar el ejército revolucionario de los puritanos y la dictadura de Cromwell.

A finales del siglo XVIII la Revolución Francesa desintegró el ejército real y organizó el ejército revolucionario.

Y la Revolución Rusa de 1917 destruyó la organización estatal de los latifundios feudales y de la burguesía y a su vez se destruyó el ejército zarista y, tras la Revolución de Octubre, el 23 de febrero de 1918 se fundó el Ejército Rojo.

Lenin lo tenía muy claro: «La partida está ganada. Si hemos conseguido establecer orden en el ejército quiere decir que hemos podido imponerlo en todos los demás lugares. Y la revolución –en orden– será invencible».

Llegado a un punto en la política revolucionaria la insurrección tiene que desencadenarse, la insurrección es el resultado de una larga preparación.

«Lo que la revolución en su conjunto es respecto de la evolución, la insurrección armada lo es en relación a la revolución misma: el punto crítico en que la cantidad acumulada se convierte por explosión en calidad. Pero la insurrección misma no es un acto homogéneo e indivisible: hay en ella puntos críticos, crisis e impulsos internos», Trotsky. La insurrección armada, la puesta en marcha hacia la toma del poder del Estado, no es otra cosa que la guerra civil, la culminación de la dialéctica de clases.

Como observó Marx, los tres grandes principios de la Gran Revolución (libertad, igualdad y fraternidad) se transformaron con Napoleón en artillería, infantería y caballería (con intención de exportar la revolución allende las fronteras francesas).

En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad el Terror pudo realizarse mediante la tiranía, la desigualdad y el fratricidio, y así los revolucionarios franceses definían el Terror como «justicia rápida, severa, inflexible».

Por lo tanto, no cabe aquí hablar de una revolución pacífica (que vendría a ser una contradictio in terminis), sino de una revolución violenta (que vendría a ser un pleonasmo); una revolución pacífica es, como dijo Lenin citando a Robespierre, una «revolución sin revolución». Luego la revolución no es un festín de libertad, igualdad y fraternidad.

La violencia es el trabajo sucio que se lleva a cabo en toda revolución.

«La política es un negocio sucio. Todos hicimos trabajos sucios para la Revolución»

Stalin. «Si está justificado que haya víctimas –y no sabemos quién habría que obtener el permiso-, nunca lo estará tanto como cuando las víctimas sirvan para imprimir un avance a la humanidad»

Trotsky. «No se puede dar respiro al enemigo. Las revoluciones exigen, más que ninguna otra cosa, remate y coronación».

Lenin le dijo a Molotov que Maquiavelo «decía acertadamente que si es necesario recurrir a ciertas brutalidades con la finalidad de conseguir un objetivo político determinado, deben ejecutarse de la forma más enérgica y en el plazo más breve posible porque las masas no tolerarán la aplicación prolongada de la brutalidad».

En 1917 la Revolución de Octubre fue posible a través de la insurrección armada, pero todas las insurrecciones armadas para implantar un régimen comunista llevadas a cabo durante los años veinte y treinta fracasaron (y la de Octubre fue seguida por una guerra civil de dos años, posiblemente la más feroz guerra civil de todos los tiempos).

En los cuarenta, a través de la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, la estrategia de los partidos comunistas consistía en las guerras de liberación nacional (o, como en Europa del Este, fueron impuestos por el derecho que les otorgaba la fuerza del Ejército Rojo).

En los cincuenta y sesenta la toma del poder se realizaba a través de guerrillas de descolonización en las que intervenían auténticos ejércitos rojos (pensamos en Yugoslavia, China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya, fracasando en Hispanoamérica excepto en Cuba, las FARC entregó las armas en 2017 para integrarse a la política democrática.

A medida que la política internacional va cambiando, no se debe caer en la ingenuidad y en el anacronismo de creer que hoy sea posible una revolución a modo de insurrección armada como las del siglo XX, porque ya no estamos en 1917 o en 1936, aunque algunos todavía viven como si estuviésemos en esos tiempos.

El socialismo revolucionario del siglo XXI ni está ni se le espera. Aun así, ciertos sectores izquierdistas y la progresía actúa como si la Unión Soviética y el muro de Berlín no hubiesen caído. Ignorando que la lucha ya no es entre capitalismo y comunismo. El sujeto de la revolución, el proletariado, mostró a lo largo de la historia que no existía como totalidad atributiva y por tanto como sujeto político propiamente hablando. El proletariado no configura una unidad política y por tanto es absurdo hablar de una revolución política del proletariado porque éste ni está ni se le espera porque ni existe ni puede existir.

La tesis más errónea del marxismo está en el imperativo con el que cierra el Manifiesto comunista (el célebre «¡Proletarios de todas las naciones, uníos!»), que postula, aureolarmente, un proletariado universal que vendría a emancipar al Género Humano de toda explotación y miseria tras la revolución mundial. Si el proletariado universal, como tal, no es participe de la capa conjuntiva, basal y cortical y de las ramas estructurativas, operativas y determinativas,  de la política real de la dialéctica de Estados, no hay revolución porque no hay cuerpos humanos, ni instituciones ni consenso ideológico que sustente al proletariado universal; porque no hay partido político que tenga la pretensión de autoproclamarse como «representante» de un supuesto proletariado universal.

La liberación de los obreros debe ser hecha por los obreros mismos, dijo Marx (cosa que, como hemos visto, enmendó Lenin). Pero si los obreros no forman una unidad política efectiva y políticamente implantada eso hace que el marxismo ya sea una fase superada en la política del presente en marcha, y eso lo hace evidente el propio hundimiento del Imperio Soviético.

Apostar a cien años de la Revolución de Octubre y un cuarto de siglo de la URSS, por una revolución proletaria es necedad, impostura o ignorancia. Y si el siglo XXI será revolucionario o no, se puede afirmar con rotundidad que, no será marxista ni leninista y ni siquiera estalinista.

Las izquierdas vueltas pacifistas y la progresía repitiendo el lema de «No a la Guerra» (que también viene a decir «No a la Revolución»), o que cree en una revolución sin que se derrame ni una gota de sangre y se conforma con organizar cacerolazos, actúan como lo que son, para usar terminología marxista, reformistas pequeñoburgueses. Que en mi lenguaje Trumpista que no comulga con la correction política, los llamo sencillamente idiotas. Porque la revolución proletaria consiste precisamente en hacer un desmadre con los burgueses.

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