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REVOCACIÓN

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La última vez que un Presidente de la República no terminó su periodo fue hace 87 años.

El 2 de septiembre de 1932, un día después de su segundo informe de gobierno, el michoacano Pascual Ortiz Rubio entregó el poder que había ganado en la polémica elección extraordinaria del 17 de noviembre 1929, harto de los sinsabores de su Presidencia.

El mismo día que tomó posesión, el 5 de febrero de 1930, Ortiz Rubio fue objeto de un atentado contra su vida. Paradójicamente, éste era esperado por todo mundo. La versión de que sería asesinado, igual que lo había sido Álvaro Obregón –cuyo periodo, el primer sexenio de la era posrevolucionaria, debía concluir Ortiz Rubio–, hizo que el Estadio Nacional, de la colonia Roma, registrara un lleno total.

Pese a todas las precauciones que tomó –entre ellas, un cambio de vehículo–, Ortiz Rubio no pudo escapar del ataque. Al cruzar por primera vez la puerta de Palacio Nacional, un joven potosino de 24 años de edad, llamado Daniel Flores, le vació una pistola, aunque sólo una de las seis balas dio en el blanco, alojándose en la mandíbula del Presidente.

“La herida destruyó política y moralmente a Ortiz Rubio”, escribió José Emilio Pacheco, en el cincuentenario del atentado. De por sí, su arribo a la Presidencia había ocurrido bajo la sombra de Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo de la Revolución, por lo que nunca pudo sacudirse la imagen de ser un títere del militar sonorense.

Asediado por sus enemigos políticos y en medio de rumores de un golpe de Estado, Ortiz Rubio dejó el cargo apenas dos años y medio después de asumirlo. Terminado su informe, en el que expresó su lealtad a Calles y su disciplina al Partido Nacional Revolucionario –del que fue el primer candidato presidencial–, redactó su carta de renuncia, desoyendo los consejos del general Heliodoro Charis de madrugar a quienes pretendían deponerlo.

“De nada nos serviría derramar sangre”, objetó Ortiz Rubio. “No crea usted, general, que me falta valor para hacer lo que me sugiere. Se necesita todavía más valor para tomar la determinación de abandonar el alto puesto que ocupo”.

De ahí en adelante, ningún Presidente de la República ha dejado su encargo sin concluir. Y aunque podemos encontrar múltiples yerros en quienes han ocupado la Presidencia, la certeza de que quien inicia un sexenio lo va a terminar ha dado a México una estabilidad política que no ha conocido el resto de las naciones del vecindario latinoamericano.

Pero ahora, por razones que no entiendo –o quizá sí–, se ha adicionado nuestra Constitución con la figura de revocación del mandato, la cual haría posible que el Presidente no termine su periodo.

De acuerdo con lo aprobado, apenas 3% de los ciudadanos inscritos en la lista nominal de votantes podría desencadenar el proceso de revocación. Bastaría reunir las firmas de unos 2.7 millones de electores para que se convoque una votación en la que se decida si el Ejecutivo sigue o se va a su casa.

Este engendro del populismo está pensado para aplicarse este mismo sexenio –contraviniendo, a mi parecer, el espíritu de no retroactividad de la ley–, pero no para tumbar al actual mandatario, sino para dar lugar a una nueva aparición de su nombre en las boletas, con el fin de que sea reconfirmado en el cargo. No podría ser de otro modo, pues cuando menos la mitad más uno de los 36 millones de ciudadanos que participen en el proceso –para que sea válido– tendrían que votar por la remoción.

Es decir, en 2022 el ejercicio tendría una naturaleza meramente propagandística, pero ¿quién garantiza que a futuro no se vaya a destituir a un Presidente por esta vía? La simple posibilidad de que eso ocurra obligará a los futuros presidentes a evitar las decisiones graves que a menudo entraña el ejercicio del poder, por el temor de no ser enviados a casa. Y ya eso es lamentable.

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