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Por Samuel Cantón Zetina/ @SamuelCanton
Los políticos de antes entendían bien por qué era mejor llevarse bien con la prensa.
No veían la relación tan a la ligera como dar o no dar dinero.
Sabían que el gran poder de la información es destructivo. Y que si los medios no entronizan -teoría de los que ganan sin prensa, o en contra-, sí arruinan.
Al no existir complicidad o amistad, el comunicador queda en libertad de expresarse bajo el enfoque que elija.
En aquella distante época, una de las reglas no escritas era jamás tener a los periodistas como enemigos. Prensa era complemento y «mal necesario». Como quiera que sea, los periodistas -a falta de voceros eficaces- son una especie de traductores del discurso político y de los acontecimientos.
Al presidente López Obrador, político heterodoxo, le está pasando: por su hostilidad con el gremio («fifí), está siendo juzgado con rudeza y sin un ápice de simpatía.
Benito Juárez dijo: «A mis amigos, justicia y gracia; a mis enemigos, justicia a secas».
Se la aplican al paisano.
Si decidió controlar por fin la migración, se puso de tapete de Trump.
Si abrió una línea financiera en auxilio de El Salvador, es candil de la calle…
Y si dice que no es grave el problema del sargazo, «minimiza» su impacto.
Son perspectivas periodísticas predispuestas.
No decimos que no sea como los medios difunden. Solamente, que para retratar al caudillo utilizan su ángulo más negativo.
Es verdad también que la migración estaba totalmente fuera de control; que las derramas e inversiones en Centroamérica correrán finalmente por cuenta de EEUU, y que tratándose del sargazo, el presidente puede estar evitando repetir el fatal error de Calderón al fotografiarse con tapabocas durante un brote de influenza en Cancún.
La imagen dio la vuelta al mundo -generó tal alarma que en la ZH los turistas salían despavoridos de los hoteles-, y causó pérdidas multimillonarias a la industria sin chimenea.
No hay matiz para Andrés en las redacciones.