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Por Elvira Hernández Carballido
Cuando lo evoco tiene el rostro de sus hijas. Si creo escucharlo confundo su voz con la de su hijo. Al leerlo descubro el estilo suave de Tania, la fuerza de la denuncia de Antonio, la necedad de una mejor sociedad de Érika. Siempre descubrí en su mirada la paz que contagió a su familia, en la palma de su mano se entretejía su vida con la de esos seres que le llamarán padre por siempre. Cada decisión y cada momento siempre fueron dedicados a sus seres amados.
Hoy su ausencia duele, pero Antonio, Tania y Érika se sienten más acompañados que nunca. Antonio Ortigoza Aranda fue un ser humano tan generoso que iluminó la vida de su hijo e hijas con tal luz que encendió espacios y coloreó momentos de quienes al conocerlos, les queremos y admiramos.
Mi primer recuerdo es claramente confuso. Ahí estaban las siluetas de los dos, los dos periodistas, los dos llamados Antonio y de apellido Ortigoza. Me habían invitado a su programa de radio para charlar conmigo sobre mi libro que presentaba una serie de aproximaciones a la prensa del estado de Hidalgo. Durante una hora ellos preguntaron, pero nunca con el tono de un interrogatorio, más bien con el interés de un nuevo amigo que te quiere conocer de verdad. Sin ser complacientes, señalaron los aciertos y también los datos que les provocaban dudas. Mostraban su conocimiento del tema con una sabiduría humilde, debatían de buena fe, cuestionaban lo absolutamente necesario. Mientras preguntaban, yo los espiaba con admiración: inteligentes, guapos, amables, amenos, sonrisa de sororidad masculina, mirada generosa… Empecé a sentirlos mis amigos. Lo son.
Y al hacer estas remembranzas me doy cuenta que no puedo hablar de uno sin mencionar al otro. Sí, como llegaron a mi vida al mismo tiempo me resultó difícil dejar de pensar en Antonio papá sin relacionarlo con Antonio hijo, admirar a Antonio hijo sin dejar de agradecerle a Antonio papá haberlo tenido. Por eso hoy palpo ese vacío que ha dejado, el dolor de su silencio, la eternidad de sus textos.
Fue difícil después ver a los dos Antonios en sus respectivos espacios, sin dejar de quererse. Los don tan inteligentes, reconocieron el momento justo de firmar con el mismo nombre pero desde su propia personalidad y compromiso.
El periodismo se volvió el oficio de cada uno, pero el cariño nunca se alejó de ellos, ni un solo milímetro. Me gusta esa foto es que están pescando juntos. El paisaje es un cómplice de ese momento de alianza y complicidad. Imaginó que así han pescado cala palabra que escriben. Callados para inspirarse, pensativos para reinventarse. Ahora, don Antonio debe lanzar su caña a las nubes y estrellas, a esas noches para atrapar los sueños de sus hijas, para volver a soñar junto con su hijo. Y yo, como buena sirena, espero gozosa a ese pescador para volver a cantarle, para compartir historias, para no olvidarlo.
Y su recuerdo se vuelve suave cuando lo evoco pescando sirenas, una sirenas tan bellas y dulces, llamadas Tania y Érika, que le cantaron toda su vida, que hacían trampa para quedar siempre atrapadas en las redes del hombre que les dio la vida, el hombre que gracias a su generosidad me permitió conocerlas y unirme a su canto.
De ellas dos siempre he admirado su belleza natural, su rostro angelical, su alma bondadosa. La primera vez que charlé con Érika no sabía si concentrarme en sus grandes ojos o en las utopías que estaba segura podía hacer realidad. Ese mundo ideal solamente podía ser creado en un lugar ideal, su casa, su familia, su padre. Por eso, reconocí la herencia paterna y supe que desde ese instante sería su aliada. Así hemos escapado a escuchar viejas canciones o ella me ha dado la oportunidad de admirar la belleza de un tigre, el respeto a la naturaleza, el unirse a una causa por total convicción. Su belleza resaltaba más en cada imagen que la atrapaba junto a su papá, un beso, un abrazo, una mirada, siempre juntos. No hay encuentro que no empiece con un abrazo, con el clásico me saludas a tu papá, te quiero mucho.
Tania fue mi alumna, me hizo afirmar que las alumnas ideales existen. El examen de diez, la exposición excelente, el trabajo preciso, la presencia latente en cada clase. Mientras respondía el cuestionario de la materia, me gustaba observarla, encontrar en ella el gesto de su papá mientras se inspiraba, la sonrisa orgullosa de su hermano cuando avanzaba en cada respuesta, esa mirada satisfecha cuando cumplía con sus tareas. El buen corazón siempre tan latente. No olvido esa vez que acudimos a ella porque un perrito herido sufría a la entrada de nuestro instituto. De inmediato el animalito confío en ella, se dejó cargar, lo colocó con amor en el asiento trasero de su auto y se fue a buscar ayuda. Hija de Ortigoza, pensé, mujer sensible y solidaria.
Y a esta altura de mi texto, acepto que no puedo hablar de Don Antonio, sin dejar de mencionar a sus hijas e hijo. Ortigoza fue un patriarca generoso. En mi vida se volvió referente de agradecimientos, se convirtió en ese periodista que resultaba inevitable leerlo, en ese intelectual al que acudía para resolver dudas u obtener algún dato, en el hombre sabio que reflexionaba para quitarnos vendas o para provocarnos mirar desde otra perspectiva.
Muchas veces le escribí y su inmediata respuesta llena de caballerosidad, provocaba sentirme respetada y bien querida. Permitió que algunos alumnos le dieran lata para entrevistarlo, me invitó a escribir en algunos de sus espacio periodísticos digitales que fundó, me llegó a consultar cuando un tema de mujeres o feminismo estaba latente en la opinión pública, nunca pero nunca dejó de responderme algún mensaje, y yo adoraba ese tono generoso, esas palabras siempre perfectamente escritas, frases que él parecía acariciar para que lograran su cometido, desde persuadirte hasta emocionarte.
Y aunque no tuvimos encuentros seguidos, yo lo atisbaba en la mirada de su hijo, en la sonrisa de Tania, en la fortaleza de Érika. Entonces lo volvía a bendecir porque solamente un padre como él pudo tener un hijo como Antonio y unas hijas como mis dos queridas aliadas de vida. Me encantaba cuando cualquiera platicaba conmigo de su padre, ese cariño y esa admiración se envolvían en cada anécdota compartida. Las publicaciones que fundó, su trabajo como reportero, su mando en cada medio que dirigió, su libro “19 Negro: Génesis del terremoto en México”. Por supuesto, que haya fundado en Hidalgo la revista “Expediente Ultra” es otra de sus paternidades que también le agradezco pues he escrito en sus páginas.
Antonio Ortigoza Aranda, periodista por siempre. Un amigo que me regaló tres amistades que viven en mi alma.