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ENGRANES DE PODER
Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero
Cada vez que un mexicano radicado en Estados Unidos envía unos cuantos dólares a su familia en Hidalgo, Oaxaca, Veracruz o Guerrero, no solo manda dinero: manda esperanza que ayuda a construir sueños. Esa remesa, que cruza fronteras impulsada por el arraigo a su tierra, es a menudo lo único que mantiene a flote a miles de familias mexicanas. Por eso resulta preocupante que hoy, en pleno 2025, se esté discutiendo en el Congreso de los Estados Unidos, una propuesta para imponer un impuesto del 5% a los recursos enviados al extranjero.
Sí, como lo leen. Algunos legisladores estadounidenses, principalmente del ala más conservadora, han revivido una idea que parecía olvidada: gravar las remesas como una manera de presionar a gobiernos extranjeros para “cooperar” en temas de migración, control fronterizo o incluso seguridad. Bajo la apariencia de una medida de recaudación o política, lo que se esconde es una amenaza directa al bolsillo de quienes menos tienen: los trabajadores migrantes.
Solo en 2023, México recibió más de 63 mil millones de dólares en remesas, según datos del Banco de México. Esa cifra no solo representa un récord histórico: también supera los ingresos por petróleo, turismo o inversión extranjera directa. En muchas regiones del país, especialmente en el centro y sur, las remesas son la única fuente de ingresos estables.
¿Quiénes las envían? No son los ricos, ni las grandes empresas. Son jornaleros, obreros, cocineras, niñeras, jardineros, gente que trabaja largas jornadas por salarios bajos en Estados Unidos, y que envía una parte significativa de su sueldo a sus seres queridos en México. Casi siempre en efectivo, de forma constante. Gravar ese acto es, en términos prácticos, castigar el esfuerzo.
Imaginemos una familia del Valle del Mezquital que recibe 300 dólares al mes de su hijo que trabaja en California. Con el impuesto propuesto del 5%, esa familia perdería 15 dólares. ¿Mucho? Tal vez no para muchos, pero sí para una madre que debe pagar el alimento, el gas, los útiles escolares o los gastos médicos.
Lo más injusto es que este impuesto no afectaría a los grandes evasores de impuestos ni a las empresas tecnológicas que hacen maniobras contables. Golpearía directo al bolsillo trabajador que gana menos de 15 dólares la hora, vive con miedo a la deportación y, sin embargo, no deja de enviar dinero a su comunidad.
En México, el tema ha despertado bastante preocupación. Aunque aún no hay una reacción oficial del gobierno federal, sí hay señales de inquietud. La economía nacional, golpeada por una inflación persistente y un crecimiento lento, no está en condiciones de perder un solo dólar en divisas. Y perder remesas significaría, también, mayor presión para programas sociales y un aumento en la pobreza.
Pero el impacto va más allá de lo económico. Esta propuesta amenaza con tensar, una vez más, la relación entre México y Estados Unidos. Después de años de cooperación, regateo y silencios diplomáticos, volver al discurso de “nosotros pagamos por ustedes” es un paso atrás en la construcción de una relación madura entre socios.
Desde el punto de vista técnico, imponer un impuesto a las remesas no es sencillo. Muchos envíos, se dice que cerca del 90%, se hacen en efectivo y a través de plataformas que no dependen del sistema bancario estadounidense. Además, habría obstáculos legales en cuanto a derechos financieros y prácticas de comercio internacional. Sin embargo, el solo hecho de que se proponga y se discuta ya produce daño: genera incertidumbre, desalienta el envío de dinero por canales formales, y promueve el miedo entre los migrantes.
El gobierno mexicano, las organizaciones de migrantes y los propios bancos que manejan las remesas deben posicionarse con claridad. Este no es un tema técnico, es un tema de derechos humanos y justicia económica.
Si bien México no puede controlar la legislación de otro país, sí puede incentivar el uso de plataformas que minimicen comisiones, ofrecer protección a las familias receptoras e incluso establecer mecanismos para compensar, al menos parcialmente, el impacto de medidas hostiles.
Hoy más que nunca, debemos recordar que detrás de cada dólar enviado a México, hay un rostro, una historia y un sacrificio. Imponer un impuesto al acto de ayudar a una familia, es más que una política equivocada: es una traición al valor del trabajo.
Entendamos que las remesas son más que dinero. Son un vínculo emocional, una red de apoyo entre quienes se fueron y quienes se quedaron.
Atacarlas es fracturar una parte esencial del tejido social de nuestro país.
Al tiempo.