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“No hacemos comentarios sobre investigaciones en curso ni podemos confirmar la existencia de las mismas” es una frase que repiten mecánicamente los encargados de procuración de justicia en Estados Unidos cuando un periodista solicita información sobre el tipo de acusación que enfrenta un indiciado y la evidencia que los fiscales han recabado.
Desde luego, dicha respuesta es sumamente frustrante para un reportero –la escuché muchas veces cuando fui corresponsal en Washington en los años 90–, pero el apego a este protocolo tiene la virtud de garantizar que se cumpla con el debido proceso, piedra angular del Estado de derecho.
En México, en cambio, es excepcional que una autoridad que conozca sobre un caso penal se abstenga de opinar en público y/o dar información en privado a quien se la solicita con fines de publicación.
Quien obtiene los datos y los da a conocer cumple con su misión de informar –siempre, claro, que se apegue a la verosimilitud de los hechos–, pero la fuente de la información no sólo viola la ley, sino atenta contra las garantías que tiene el inculpado de recibir un juicio justo.
Esto último parece importar muy poco en México donde, en general, no se tiene un gran aprecio por la ley. Aquí no existe una tradición arraigada culturalmente de cumplir con las normas, sino más bien lo contrario: buscar siempre darles la vuelta.
Por lo mismo, la imagen de la justicia que tenemos aquí no es el resultado del debido proceso, sino una confirmación de los prejuicios que cada quien tiene. Si la sentencia se apega a nuestra visión, fue justa. Si no, pues no.
Yo, sinceramente, esperaba que, por primera vez en nuestra historia, un alto funcionario acusado de corrupción –o, más bien, de delitos a los que calificamos genéricamente de esa manera– recibiría un juicio apegado a la ley. Es decir, que no prevalecería la política sobre el derecho, como ha sucedido tantas veces en sexenio recientes.
No he perdido totalmente la esperanza, pero casi. Y buena parte de mi decepción tiene que ver que con que ni siquiera ha podido guardarse el sigilo de la investigación. El Presidente de la República, quien debiera ser el primero en permanecer callado, para favorecer el buen curso del proceso, ha dado su opinión un día sí y otro también, como si fuese un ciudadano común, sin interés específico en la materia y sin el megáfono de las conferencias mañaneras. Aunque diga que tiene derecho a opinar sobre lo que sea, la realidad es que la palabra del Ejecutivo pesa más que la de usted o la mía.
Por supuesto, no me chupo el dedo. Todos sabemos que los presidentes intervienen en los procesos judiciales que les interesan, aunque no debieran hacerlo. Pero no es lo mismo actuar tras bambalinas que dar su opinión a todo el país.
Hoy, los mexicanos conocemos mucho más del caso Lozoya que lo que admite la imparcialidad del proceso. Sabemos, por ejemplo, que será acusado de delitos que no existían cuando se cometieron los hechos, así como de otros que ya prescribieron y unos más que no debieran ser contemplados como parte del “criterio de oportunidad” acordado con la Fiscalía.
Esto lleva a concluir que el proceso difícilmente se ha construido para que culmine en una lección ejemplar para abatir la corrupción y la impunidad. Y que el resultado será, más bien, la exhibición de la conducta de ciertos actores políticos, con la finalidad de quemarlos ante la opinión pública y crear escándalo y, con ello, ayudar a que el presidente Andrés Manuel López Obrador se sienta reivindicado en los señalamientos contra la corrupción que ha venido haciendo desde hace años y, de paso, darle una mano al oficialismo para retener la mayoría en la Cámara de Diputados en 2021.
Mi única esperanza de que esto termine de otra manera es que a partir de ahora los involucrados e interesados callen para que sólo hable el debido proceso. Y que las evidencias contra los responsables de corrupción sean materia prima de los jueces para hacer justicia antes que el sabroso chisme del que, como dijo ayer López Obrador, “todos los mexicanos” nos queremos enterar.