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Por: Tania Ortigoza Vázquez
Hoy recibí una caja de ilusiones, la recibí de buena voluntad. Mi caja es de madera, de la buena, de la que me astilla la mano para recordarme mis años de bolero, pero a esos los cargo en la espalda. Mi caja está equipada, tiene lo necesario para emprender, para volar, con la única condición que mi vuelo no se extienda más allá de los horizontes que la miseria me ha permitido conocer.
En la caja encontré un cepillo, es indispensable para barrerme los recuerdos de hambre, encontré una lata de cera de la mejor calidad para hacer brillar mi alma apagada por los años y para lubricarme las rodillas doloridas por vivir hincado frente a un sistema que asegura que me da lo necesario, pero lo cierto es que me da nada.
La franela huele a nuevo y me llena los pulmones de esperanza, de que subsistir en este mundo canijo, es posible. Junto a la lata de cera, encontré un frasco de pintura tan negra como mi existencia, esa la utilizo para pintarme la sonrisa mientras, de manera mecánica, boleo un par de zapatos que seguramente se han parado por terruños que mi mente ni si quiera alcanza a vislumbrar.