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LA MUERTE QUE SIGUE A LA MUERTE

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Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Hace unos días se dio a conocer en medios nacionales que, en Celaya, Guanajuato, una de las mujeres que estaba dedicada a la búsqueda de su hijo desaparecido, Teresa Magueyal, fue asesinada. El crimen ha sido condenado ampliamente en diferentes sectores: organizaciones de buscadoras, colectivas feministas, organizaciones de derechos humanos, e integrantes de comunidades académicas.

El registro oficial es que, del 2020 a la fecha, al menos seis personas dedicadas a la búsqueda de sus familiares desaparecidos han sido asesinadas en ese estado de la República; aunque es importante tomar el dato con cautela, porque hay personas en la búsqueda de seres cercanos desaparecidos, que no forman parte de los colectivos, por temor a represalias, pero que no cejan en la intensa y desesperada actividad de buscar por todos lados a sus familiares.

La situación es tan crítica como exasperante, porque estas formas de violencia extrema no cesan. Y es que no es posible calificar de otro modo a estos asesinatos, pues constituyen actos en los que la muerte persigue a la propia muerte; en el que los delincuenciales no sólo ejecutan, “levantan” o “desaparecen” a sus “objetivos primarios”; sino que al percibir que las indagaciones de las personas que buscan a sus familiares están cerca de llegar a hallazgos importantes, optan por atacarles, pero con ello también envían un mensaje, y uno sumamente aterrador y claro, de que la próxima víctima puede ser otra de las buscadoras.

Desde esta perspectiva, se manifiesta una profunda falla del Estado mexicano, pues uno de los principios fundamentales que animaron la creación de la Ley General de Víctimas es el de la garantía de la no repetición; ante lo cual la evidencia en todos lados es que la violencia se repite, una y otra vez, y se ensaña con aquellas personas o familias que son las más débiles y vulnerables.

Este fenómeno constituye una crisis social inédita, por su magnitud, y por sus implicaciones para el futuro de México. Porque uno de los resultados que ha dado el trabajo de las organizaciones y colectivos de personas buscadoras, es el macabro escenario de las fosas clandestinas que hay en todo el territorio nacional.

En efecto, de acuerdo con los datos oficiales de la Comisión Nacional de Búsquedas (CNB), entre el 1 de diciembre de 2018 y el 30 de enero del 2023, se habían localizado en el país 2,710 fosas, siendo Veracruz la entidad con mayor número (323), seguido de Colima, con 305; Sinaloa, con 246; Guerrero con 229 y Michoacán con 213.

De las 32 entidades federativas del país, sólo en la Ciudad de México no se han registrado hallazgos de fosas clandestinas en los últimos cuatro años; lo cual es relativamente explicable pues este tipo de enterramientos ilegales se llevan a cabo en lugares apartados de zonas rurales o urbano marginadas donde hay poca población o poca circulación de vehículos y personas.

El dato más reciente en la CNB es que en México hay un registro de 112,084 mil personas desaparecidas o no localizadas; la mayor parte de ellas, desaparecieron a partir de 2007, y el dato sigue creciendo. De esa cifra, 97,701 están desaparecidas; 14,383 son no localizadas.

Asimismo, el registro oficial es que de 1921 a mayo de 2023 ha habido 169,181 personas localizadas, de las cuales 157,216 fueron localizadas con vida, mientras que 11,965 fueron localizadas sin vida. Pensar en esas magnitudes es pavoroso, pues si el 7% del total de personas localizadas fueron hallazgos “sin vida”, quiere decir que probablemente en este país haya casi 8 mil personas que han sido ultimadas y cuyos restos podrían encontrase precisamente en alguna de los cientos, quizá miles de fosas que aún no han sido descubiertas.

No es aceptable que, en medio de esta severa crisis de derechos humanos en nuestro país, sean los familiares, y particularmente mujeres, quienes asumen la tarea y responsabilidad de buscar a sus seres queridos. Los reportes de la indolencia de las comisiones de búsqueda de los estados son cuantiosos; y en evidencia, la desatención y desdén que se enfrenta en las Fiscalías locales es aterrador porque no queda claro si se trata solo de una cuestión de incapacidades profesionales; o bien su actitud responde a lógicas de corrupción o complicidad con los grupos del crimen organizado.

Lo anterior lleva igualmente a pensar en que una crisis de esa magnitud no puede haberse generado sin la complicidad o la protección de las autoridades; y en ese sentido, es momento de que el Estado se haga cargo, de manera efectivo, de reestablecer el orden constitucional y legal; y que se diseñen los mecanismos requeridos para solucionar estructuralmente la problemática; que comienza con la localización de las personas; pero que tiene un largo trecho por recorrer para reestablecer el tejido social y para reconstituir la comunidad en los espacios territoriales donde esto ha ocurrido y que genera fracturas y cicatrices sociales que es difícil cerrar.

Estamos en un país donde en cada vez más ciudades y pueblos aparecen, primero anuncios y alertas de personas que son víctimas de la desaparición forzada; y que en unos cuantos meses transitan a “memoriales” en los que desesperadamente las familias buscan que sus seres queridos no se conviertan sólo en un vago recuerdo o vivan el horror del olvido absoluto porque, en casos como el del asesinato de Teresa Magueyal, puede que ya no haya siquiera quien se avoque, de cuerpo entero, todo el tiempo, a la búsqueda y eventual localización de la persona desaparecida.

La condena del crimen organizado sobre las personas que son víctimas de la desaparición forzada es una de las peores que se puede imponer a un ser humano: la imposibilidad de tener una sepultura digna; la imposibilidad del duelo para sus familias; e igual de terrible; la del olvido social: porque lo que se borra es la presencia de la persona; se intenta borrar su nombre y cada vez más, la posibilidad de la memoria de sus cercanos.

Investigador del PUED-UNAM

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