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POR MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN/ @msanchezlimon
Detenido en Tijuana el viernes 24 de febrero de 1995, torturado para declararse culpable, encarcelado más de un año en la prisión de alta seguridad de Almoloya –hoy llamada de El Altiplano– y estigmatizado por un gobierno que en la venganza política arrastró a inocentes, Othón murió la madrugada del martes pasado, 14 de abril.
La primera vez que vi a Othón Cortez Vázquez fue aquel lunes 27 de febrero de 1995, cuando apareció en un singular locutorio del penal, protegido por paredes de cristal antibalas que no detuvo miradas curiosas y de morbo, bañado por la luz de las cámaras que capturaban la imagen de un hombre de 27 años cuya mirada buscaba, suplicaba creyeran en su inocencia. Lo era.
Pero la maledicencia justiciera que suele fabricar culpables, lo acusó de haber sido el autor del segundo disparo que entró en sedal en el abdomen de Luis Donaldo Colosio Murrieta, entonces candidato del PRI a la Presidencia de la República, asesinado por la bala del arma que accionó en su cabeza Mario Aburto Martínez, quien purga una sentencia de 45 años de prisión en el penal de Huimanguillo, Tabasco, al que fue trasladado en 2012 de la prisión de El Altiplano.
Dos prisioneros. Othón fue absuelto por el juez hoy ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Jorge Mario Pardo Rebolledo, y salió del penal la lluviosa y fría noche de7 de agosto de 1996. Un año antes, en octubre, Mario Aburto había sido sentenciado a 45 años de prisión.
Después de varias jornadas de pláticas y reuniones, incluso en su casa, dejé de ver a Othón hace años; sabía de él esporádicamente; me enteré de su empleo como guardia en el Parque Morelos, en Tijuana. Supe del nacimiento de sus nietos; vi crecer, aunque en fotos en el Facebook a Leslie Yesenia y Jonathan Alberto y a Christian, el Benjamín de la familia, procreado cuando su padre había sido absuelto. No se le hizo justicia.
Othón con Juanita, su esposa. Pareja feliz pero siempre ofendida por la impunidad con la que han transitado Fernando Antonio Lozano Gracia, aquel fallido procurador General de la República que fue echado del cargo junto con el subprocurador Pablo Chapa Bezanilla, responsables de fabricar pruebas contra Othón Cortez y Raúl Salinas de Gortari.
He decidido concluir la novela cuyo tema es precisamente este proceso fincado contra Othón, una parte de su vida, 18 meses que le secuestró una venganza política instruida desde la Presidencia de la República –dicen la máxima que cuando tiene plumas de pato y pico de pato es un pato–.
Segmentos de mi autoría los utilizó un amigo de Othón para elaborar un libro. En memoria de Othón y respeto a su familia, a Juanita y sus hijos, a Josué, su hermano que me lo dibujó tal cual conocí después en Tijuana, continuaré con este trabajo periodístico que urgía Othón concluir mas nunca acepté dar maquinazo; supo por qué no apuré la tarea. Va una parte inicial de la novela en proceso de construcción:
Una mañana de 1996.
En su oficina de la Subpocuraduría (Fiscalía) Especial –cuarto piso del edificio 615 de la avenida Insurgentes Sur, en el Distrito Federal—José Pablo Chapa Bezanilla daba largos trancos entre su escritorio –colmado de papeles, memorandas y expedientes—y la pequeña sala de estar. Despojado del saco sport, holgada la camisa blanca de algodón, la corbata de seda con nudo europeo caía sobre su pecho de atleta.
De mediana estatura, Chapa lucía pulcro hasta las uñas, manicura con leve brillo de barniz transparente; pelo rubio peinado sin goma que descubría la frente amplia. Hablaba de corrido, como recitación aprendida con puntos y comas de tanto repetirla; y su rostro enrojecía, ira contenida, cuando mencionaba a Othón Cortez Vázquez y a quienes lo defendían.
Su cintura recordaba a un luchador que se aprieta el cinturón para sumir la panza, empujar el pecho e impresionar al oponente. Por un rato se sentó en el sillón opuesto al reportero que lo visitaba; de por medio la mesa de centro en esa oficina del cuarto piso.
Entró la secretaria, una señora madura, y preguntó al reportero qué deseaba tomar. –Café sin azúcar—respondió este. Chapa pidió té; sonriente, como acto reflejo se frotó las manos. Había cumplido tres meses en el cargo, era responsable de investigar y aclarar los tres principales casos político-policiacos –Posadas, Colosio y Ruiz Massieu–; diversas voces urgían su solución en el arranque del nuevo sexenio, el del doctor Ernesto Zedillo Ponce de León.
En la calle había conjeturas varias acerca de los tres asuntos. En los diarios se publicaban versiones de una singular jauría azuzada por filtraciones que reporteros, columnistas y articulistas sabían elaboradas en esa oficina de Chapa, para acusar, señalar, involucrar, urgir la hoguera o el cadalso para supuestos responsables, presuntos autores intelectuales de los asesinatos del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, del entonces candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio Murrieta, y del secretario general del Partido Revolucionario Institucional, José Francisco Ruiz Massieu.
–¿Qué dice el buen Acosta? Me llamó por teléfono para decir que venías; a tus órdenes –arrancó la plática el fiscal y aclaró que no era entrevista –nada de entrevistas, ya ves que luego se me echan encima; te digo lo que quieras, pero no te lo dije, no me menciones –pidió complicidad.
–Estoy siguiendo el caso de Othón y quiero que usted… — Chapa no dejó continuar al reportero.
–¡Ah! –exclamó en falsa pose.
–Se acerca el cierre de instrucción, la sentencia; hay versiones de que va a ser absuelto, ¿qué opina? –completó la pregunta el reportero.
— Te aseguro que van a sentenciar a Othón, lo voy a fundir en la cárcel.
Vamos a pedir la pena máxima. Tengo pruebas, muchas pruebas –garantizó Chapa al visitante que buscaba información de primera mano.
–Pero, hay evidencias de que lo torturaron para que se declarara culpable…
–¡Ni madres! Eso lo inventaron, y ese pinche juez Sosa (Alejandro Sosa Ortiz) se la ha creído –tronó el fiscal; se levantó del sillón y comenzó largos trancos, como profesor que dicta la verdad.
–Bueno, lo que busco es información, ¿por qué no me lo da?, me enteré que usted puede facilitar expedientes, ¿para cuándo? –deslizó el reportero y dejó planteada la referencia a las filtraciones.
–Te voy a entregar documentos. Háblame, nos vemos fuera de la oficina; si quieres nos echamos unos tacos. Dile a Acosta que cuando quiera nos vamos a echar unos tacos, desde hace mucho los tenemos pendientes. ¡Vamos al Gallito! ¿Te gustan los tacos? –resolvió el fiscal.
–¡Claro! Le digo a Acosta y nos reunimos. Usted ponga fecha y ahí estaré, pero ¿para cuándo la información? –insistió el reportero.
–Espérame, te voy a preparar unos documentos, nada más para que veas que es cierto lo que te digo. Me tienen hasta la madre el juez y el abogado ese (Héctor Sergio Pérez Vargas) que defiende a Othón.
–Entonces…
–¡Ayúdame! Me voy a chingar al juez Sosa… le anda jugando al vivo, se está inclinando a favor de Othón, me lo voy a chingar. También me voy a chingar a Othón, tengo prueba de que es culpable; el cabrón dice que no es culpable. Ayúdame. ¿Documentos? ¡Los que quieras!
El fiscal mentía a medias y se solazaba.
Hasta aquí un breve pero sustancial pasaje de esta novela-reportaje cuya publicación retrasé porque consideré pertinente hacerlo. La muerte de Othón obliga a cumplir lo pactado en una de esas comidas con su mamá, Doña Aurora –fallecida en octubre del año pasado–, a quien llamaba Lolita, en el Hotel Pisa del entonces Distrito Federal, cuando un famoso abogado tomó su caso contra Lozano Gracia y Chapa Bezanilla, pero lo perdió y, cuestiones de esta justicia justiciera, el hoy inquilino de Palacio Nacional dio luz verde a su jefe de la UIF, Santiago Nieto, para proceder en su contra y lo metió a prisión por asuntos de lavado y planchado. Conste.
@msanchezlimon