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SOBRE LA “BASE SOCIAL” DEL CRIMEN ORGANIZADO

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Por Mario Luis Fuentes

En las últimas semanas, bandas del crimen organizado han dado un nuevo “paso al frente” en su continuo y expansivo desafío al Estado. Además de los atentados terroristas con el uso de bombas contra elementos de la Guardia Nacional, a la mayoría nos sorprendió la temeridad con la que actuaron en el estado de Guerrero, al haber convocado a miles de personas a salir a la calle a respaldar sus demandas criminales y exigir a la autoridad liberar a algunos de sus integrantes.

Peligrosamente para el país no es la primera vez que ocurre algo similar, aunque en realidad no se había mostrado esta magnitud. Ya en ocasiones previas se habían presenciado escenas de grupos criminales repartiendo juguetes o electrodomésticos en comunidades; y en numerosos enfrentamientos con las autoridades policiacas se ha utilizado a mujeres, niñas y niños como escudos para cubrir las huidas o el escondite de los malhechores.

En no pocas ocasiones, han sido comunidades enteras las que respaldan los bloqueos carreteros, de avenidas y calles; e impiden que las autoridades cumplan con su deber en la persecución y detención de los delincuentes, que cada vez más actúan con mayores niveles no sólo de impunidad, sino de alarde y ostentación de fuerza y poder.

Frente a este fenómeno, se habla de la existencia de una “base social” del crimen organizado. Pero el término, aunque es sumamente descriptivo, teóricamente es problemático y exige reflexionar con seriedad sobre su pertinencia, porque de ello pueden derivarse decisiones de política pública que, sin duda, deben ser parte de las prioridades nacionales.

Hasta ahora, el discurso oficial se ha centrado en explicar que lo ocurrido en el estado de Guerrero es producto de la coacción, la presión y la amenaza de los grupos delincuenciales sobre la población, y eso es muy probable en un amplio número de casos; pero también es necesario reconocer que, parafraseando a Galeano, parece haber un “querer ser como ellos”. Es decir, hay decenas de miles de jóvenes que tienen al crimen organizado como un referente aspiracional.

Pero entonces, si formar parte del crimen organizado es parte de las decisiones de vida de las personas, estaríamos ante una auténtica cultura de la criminalidad cuya complejidad apenas puede imaginarse; y respecto de la cual habrá que estudiar mucho más a fin de confrontarla con la velocidad que esto requiere.

Por otro lado, durante el siglo XX y buena parte de lo que va en el siglo XXI, se pensó que, ante tanta desigualdad, pobreza rezagos, exclusión social, etc., las poblaciones podrían generar movimientos sociales de protesta e irrumpir hacia contextos de lo que se denominó como “estallidos sociales”. Esto no ocurrió de ese modo, y una hipótesis probable es que en realidad el estallido social sí está dándose, pero justamente en la forma de una cultura violenta que irrumpe frente y contra el Estado, pero no vía la protesta social y la exigencia de mejores condiciones de vida, sino justamente a través de la opción de la delincuencia en sus formas de violencia más extremas.

¿Qué es, sino un estallido social, el hecho de que miles de personas, la mayoría hombres jóvenes, decidan tomar las armas, identificándose con los líderes criminales de sus colonias, barrios, ciudades, y decidan participar en asesinatos masivos, secuestros, o prácticas continuadas como la extorción o el cobro de piso?

Preocupa, y sobremanera, que el estallido social signifique esencialmente desapego y desprecio a la legalidad y al Estado de derecho, como mecanismos deseables e idóneos de organización social. Por el contrario, el desprecio, el odio y las agresiones que se ven cotidianamente respecto de las autoridades uniformadas es una muestra justamente de una especie de “rencor social” respecto del mundo institucional que cierra puertas, excluye y deja pocas rutas para el desarrollo, tanto colectivo como individual.

Por eso una política de combate a la pobreza sustentada en meras transferencias de ingreso es un enorme error. Valdría la pena saber, por ejemplo, cuántos de las y los adolescentes en conflicto con la ley provienen de familias que reciben o han recibido apoyos sociales; cuántas de las personas en prisión o que han sido procesadas responden a la misma característica. Y de manera abierta queda la misma cuestión en lo relativo a cuántas de las personas que trabajan para los grupos delincuenciales reciben apoyos gubernamentales, ya sean federales, estatales o municipales.

Transferir dinero no genera ciudadanía, apego a la ley, vínculos de respeto a la autoridad; por eso es posible pensar que el crimen organizado, en esto que se llama base social, ha generado apegos, o incluso “pactos de fidelidad o adhesión”, más allá del dinero o los recursos materiales. Se trata de una nueva generación de lo que podría llamarse “los cativos simbólicos” de la delincuencia que ofrecen a las y los jóvenes sentido de pertenencia, posibilidad de “ascenso económico” y en algunas regiones incluso respeto y prestigio social.

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