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ADIÓS, TRUMP

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Cuando hoy, antes del mediodía, despegue el avión que llevará a Donald Trump a Florida para lo que parece el fin de su breve y tempestuosa carrera política, se acabará el síntoma de la división política en la sociedad estadunidense, pero dudosamente se acabará la enfermedad.

Durante décadas, políticos sin escrúpulos han alimentado los peores prejuicios entre los habitantes de este país. Académicos como el historiador Jack Goldstone, de la Universidad George Mason, han dado seguimiento a la brecha que se ha ido formando en el tejido social y han pronosticado que este país está en ruta de una nueva guerra civil.

Cuando escribí sobre esto en julio pasado, algunos lectores respondieron con mensajes escépticos. Sin embargo, los hechos del pasado 6 de enero en el Capitolio se quedan como testimonio de cuán profunda es la desconfianza entre muchos ciudadanos estadunidenses y cuán separados se encuentran sobre temas básicos de civilidad.

Al final, el asalto al Congreso no fructificó por la fuerza de las instituciones, pero la imagen del país se deterioró significativamente ante los ojos del mundo, cosa que se acrecentó con los operativos extraordinarios de seguridad que se hicieron necesarios para asegurar el buen desarrollo de la ceremonia de toma de posesión que ocurrirá hoy.

Como le he relatado aquí, será la primera vez desde 1869 que se rompe una tradición básica de la democracia estadunidense: que el presidente saliente acompañe a su sucesor mientras toma las riendas del país, desde que ambos se encuentran en la entrada de la Casa Blanca hasta que se pronuncia el juramento constitucional que da lugar a la transmisión del mando. En aquel año, hace siglo y medio, Estados Unidos iba saliendo de la Guerra Civil. Hoy el país ha dado una vuelta de tuerca y se encuentra lo más dividido que ha estado desde aquel conflicto interno del siglo XIX que dejó unos 700 mil muertos.

El legado de Trump será difícil de desmontar. Ciertamente, él no creó la brecha en la sociedad estadunidense, pero la aprovechó para ganar la presidencia, la hizo crecer y la condujo en un nuevo y peligroso rumbo. Todavía no deja la Casa Blanca y ya resulta muy complicado pensar en un peor mandatario en la historia moderna de esta nación.

Como muestra de ello, muchos de sus colaboradores estaban cancelando su participación en la ceremonia de despedida esta mañana en la base aérea Andrews; incluso no estaba claro si el vicepresidente Mike Pence –quien sí estará en la ceremonia de toma de posesión– vaya a acompañar a Trump en sus últimas horas como presidente. Debe ser algo muy doloroso para un hombre que vive para la adulación.

Su sucesor, Joe Biden, tendrá una tarea colosal a partir de hoy: para comenzar, curar al país del azote de la pandemia de covid y cerrar la brecha de la división. Pero también poner de vuelta sobre rieles a la economía estadunidense y recuperar el liderazgo y prestigio internacionales del país.

La manera en que termina el mandato de Trump sirve de moraleja sobre lo que sucede cuando se exacerban las diferencias en la sociedad y, mediante mentiras y afirmaciones sectarias, se lleva a los gobernados a actuar con base en sus peores instintos, promoviendo el resentimiento y la creencia de que todos los males de la nación han sido causados por los adversarios políticos.

Los presidentes tienen mucho poder, incluso en países democráticos con mecanismos de equilibrio político. Pueden usar ese poder para unir a los habitantes y hacerlos creer en la posibilidad de lograr beneficios comunes o, por el contrario, pueden provocar la desunión, poniendo a unos contra otros, sembrando la desconfianza e incluso el odio.

Lo segundo siempre es más fácil de hacer que lo primero. Hay políticos que hábilmente usan la división para obtener ventajas personales, como la conquista del cargo más alto que tiene la nación. Sin embargo, esas ganancias se vienen abajo más temprano que tarde, dejando a los políticos que promueven la desunión con una mala imagen, pero a sus gobernados con muchas cuentas por pagar.

Y así se va Trump. Seguramente, pasará el resto de sus días jugando golf y rumiando su incapacidad para reelegirse, pero el país se queda con un saldo que tardará muchos años en cubrir.

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