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Ay, ay, ay

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Duele decirlo, pero en México la única paz verdadera es la de los sepulcros. En cualquier otro lugar que uno se encuentre, corre el peligro de ser asaltado, extorsionado, secuestrado o asesinado. No sé si a usted le pase lo mismo, pero mis salidas a la calle —limitadas por la pandemia— se han convertido en episodios de estrés.

Haber visto cómo llegaron protegidos algunos altos funcionarios al Palacio Nacional para escuchar el mensaje del Informe Presidencial —como la secretaria de la Función Pública— no ayuda mucho. Claro, no son los primeros que usan guaruras, pero éste es el gobierno que dijo que quienes “luchan por la justicia no tienen nada de qué preocuparse” y al ver así a la señora Sandoval, uno piensa que o ha dejado de luchar por la justicia o sí está preocupada. 

Yo, de plano, a veces opto por dejar el celular y la cartera en casa y salir con el dinero estrictamente necesario y eso incluye darle lo suficiente al ladrón para que se convenza de guardar la pistola. Y, claro, muchas veces me acabo arrepintiendo porque me acuerdo del mensaje que tenía que responder o me veo obligado a dejar algo de lo que iba a comprar.

Cuando digo que sólo en la tumba se puede estar en paz, no exagero. Yo pensaba que un velorio era una ocasión tan solemne que nadie se atrevía a hacer o decir algo fuera de lugar. Pero ya se vio que no. También se corre peligro allí. Y si no, pregunte a los familiares de Arat Jiménez, el joven que murió a finales del mes pasado en el Paso Exprés de Cuernavaca. Cuando era velado, en la colonia popular Antonio Barona, llegó un grupo de sicarios, que disparó contra los asistentes hasta que se les acabaron las balas.

Ocho personas murieron y 14 resultaron heridas. Entre los muertos, Marcelino González Torres, de 18 años, empleado de una pollería, y Edgar Rodríguez Covarrubias, de la misma edad, dependiente de una farmacia.

El martes que sucedieron los hechos, el presidente Andrés Manuel López Obrador acababa de rendir su informe. En su mensaje dijo que en México “ya no hay torturas ni desapariciones ni masacres”.

No tengo los datos de tortura, pero de acuerdo con la Comisión Nacional de Búsqueda, unas 72 mil personas en México siguen sin ser localizadas en México —entre ellas, 40 de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa—, de las cuales 28 mil desaparecieron en lo que va de este sexenio.

Y, masacres, pues bueno… El Presidente dijo el viernes “¡ja, ja, ja!”, queriendo desmentir que se sigan dando, pero apenas 16 días después de los hechos en Cuernavaca, la madrugada del jueves pasado, un grupo armado irrumpió en otro velorio —en la colonia Ejidal, de Celaya, Guanajuato— y asesinó a cinco mujeres y dejó lesionadas a cuatro personas.

Dos en una quincena. No, ya ni en los velorios está garantizada la tranquilidad. Y así nos acercamos cada vez más al 1 de noviembre, el plazo que el propio López Obrador fijó para que el país esté en paz. El segundo plazo, por cierto, porque antes de pedir ése, de un año, ya había pedido uno de seis meses. Y, pues, nada.

Y aquí no se trata de negar la herencia de sangre que recibió este gobierno. Tan es innegable que ésa fue una de las razones por las que fue elegido López Obrador: para acabar con la violencia. El Congreso le dio lo que pidió para hacerlo: dinero para sus programas sociales y la Guardia Nacional. Sobra decir que ninguna de las dos cosas ha funcionado.

¿Cuándo vendrá una aceptación de eso, que es obvio? ¿Cuándo dejarán de ser los señalamientos al pasado la única explicación que dé el gobierno a lo que sucede? ¿Cuándo se asumirá la responsabilidad que tiene la actual administración federal, que quiso concentrar en ella misma las funciones de seguridad? Quién sabe. Más bien parece que eso nunca. En lo que va del periodo presidencial van cerca de 62 mil homicidios —el arranque más violento de los últimos cuatro sexenios— y sólo un mes de este año, junio, ha tenido menos asesinatos que el mes correspondiente del año anterior. Con todo y pandemia.

Parece que lo único que podemos hacer los habitantes de este país es cerrar bien la puerta de casa, ver por encima de nuestro hombro cuando vayamos por la calle y esperar que no nos pase nada.

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