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Samuel Cantón Zetina / @SamuelCanton
Los dictadores -de distintos tipos, por igual de izquierda que de derecha- son peores que los gobernantes ladrones, cínicos, populistas e incompetentes.
Son directamente represivos contra el pueblo, y no les importa a cuantos tengan que matar -con balas o de hambre- para mantenerse en el poder.
Actúan en contra de la Constitución, muchos toman el mando a través de golpes de Estado, y siempre se blindan con las armas de los militares.
En el último siglo, los pueblos de una docena de países de América Latina han sido martirizados: República Dominicana, Cuba, Bolivia, Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay, Perú, Ecuador, Colombia, Haití, Nicaragua y Venezuela.
Nuestro dictador por excelencia: Porfirio Díaz -primero en el continente- no fue por completo de la modalidad gorila.
Algunos tiranos, forzados por la presión internacional, barnizaron sus gobiernos represores con uno de apariencia democrática.
Castro hacía elecciones en Cuba, y antes de que la jornada empezara ya se sabían los resultados.
Lo mismo en Venezuela con Hugo Chávez.
En la dictadura del PRI -que el escritor Mario Vargas Llosa bautizó magistralmente de “perfecta”- era igual: los porcentajes estaban desde antes.
Pero nada comparable a los regímenes totalitarios que asesinan, reprimen, expulsan y desaparecen a la gente.
Dictaduras que masacran a sus pueblos, violentándolos, empobreciéndolos, despojándolos de dignidad y de oportunidades, tan desvergonzadas (como la de Maduro) que sin el menor rubor, todavía exigen respeto y reconocimiento, sin importar lo ridículamente burdo de sus fraudes electorales.
En 25 años de chavismo, más de 7 millones de venezolanos han salido del país con su tristeza e impotencia a cuestas.
Esos engendros del mal merecen terminar como el fascista Benito Mussolini, fusilado “como un perro rabioso”, y colgado boca abajo en una plaza de Milán…