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ECHEVERRÍA, LA CARCAJADA DE UN CÍNICO GENOCIDA

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*  Cuando en el sexenio de Vicente Fox se intentó juzgar al ex presidente Luis Echeverría por la masacre del 68 y el halconazo del Jueves de Corpus, en 1971, de manera cínica culpó a Gustavo Díaz Ordaz, quien lo antecedió en el cargo

De la pluma de Antonio Ortigoza Aranda (q.e.p.d)/ Fotos especiales

Especial de Expediente Ultra

Por vez primera en el México moderno, uno de sus ex presidentes vivos, Luis Echeverría Álvarez, es colocado en el banquillo de los acusados bajo el cargo de genocidio. Se le finca legalmente el cargo de autoría oficial en la matanza de estudiantes en l968 cuando fungía como secretario de Gobernación en el régimen de Gustavo Díaz Ordaz, y en una más: la de aquel inolvidable jueves de corpus de l971, cuando ya despachaba como omnipotente y omnipresente primer mandatario del país.

El pasado 9 de julio al salir de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado entre empellones y hasta un puñetazo en la espalda que le propinó uno de los innumerables hombres y mujeres que le gritaban incesantemente “¡asesino!”, reconoció que hubo impunidad en ambas matanzas, que se siente “muy lejos de la cárcel” y que, efectivamente, desde 1968 había en el gobierno grupos paramilitares.

Como todos los genocidas hizo alarde de cinismo. Culpó de ambas masacres a Díaz Ordaz en la primera de ellas y  al que fue efímero regente capitalino en su gobierno (1970-1976), Alfonso Martínez Domínguez con quien dijo estar dispuesto a sostener un careo, precisamente este mes cuando se reanude el proceso.

Una complicidad siniestra

A partir de este mes de agosto, pues, Echeverría Álvarez habrá de ser sometido nuevamente a interrogatorio judicial para que responda, sobre todo, a los motivos que tuvo para reprimir el 10 de junio de l971 la pretendida marcha de estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y de la Escuela Normal, del Casco de Santo Tomás al Zócalo capitalino, cuando los motivos de la misma eran bastante baladíes: apoyar el movimiento de la Universidad Autónoma de Nuevo León, cuyo repudiado rector ya había caído, y clamar por el fin de la guerra en Vietnam.

De la tarde y noche negra de Tlatelolco son infinitos los testimonios e incontables e incontenibles las especulaciones que aún se tejen por parte de protagonistas y testigos en torno de esa masacre. “Me someto al juicio de la historia” habría dicho Díaz Ordaz el primero de septiembre de l969 en un mea culpa que nadie aceptó y menos a aquellos sus detractores a quienes el entonces Presidente llamaba “filósofos de la destrucción, críticos de café, constructores de nada”.

Pero, ¿realmente se ha dicho la verdad en torno a las ejecuciones extrajudiciales de estudiantes normalistas y politécnicos el 10 de junio de l971? ¿Por qué hubo de cargar con las culpas el entonces jefe del Departamento del Distrito Federal (DDF), Martínez Domínguez? ¿Por qué el hasta esos días director general de Policía y Tránsito del Distrito Federal, coronel Rogelio Flores Curiel, conservaba en la corporación a los sanguinarios jefazos Raúl Mendiolea Cerecedo y Alfonso Frías Ramírez que habían demostrado con creces su condición de criminales el 2 de octubre de l968? ¿Por qué Flores Curiel fue convertido por Echeverría en gobernador de Nayarit? ¿Por qué Martínez Domínguez sufrió el ostracismo político de todo el echeverriato? ¿Qué tuvo que ver en la conformación de grupos paramilitares el general hidalguense Alfonso Coronal del Rosal antes de entregarle el gobierno capitalino a Martínez Domínguez? ¿Por qué ahora la Secretaría de la Defensa Nacional ordenó al general Luis Gutiérrez Oropeza, ex jefe del Estado Mayor Presidencial con Díaz Ordaz, no opinar nada sobre Tlatelolco 68 y el 10 de junio de l971?

Vayamos por partes: desde noviembre de l968 el presidente Díaz Ordaz, precisamente preocupado por “el juicio de la historia”, había encomendado al oaxaqueño Norberto Aguirre Palancares, jefe del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización (DAAC), y al chiapaneco Jorge de la Vega Domínguez, la reconciliación de su régimen con los estudiantes universitarios y politécnicos afines al diazordacismo o, al menos, dispuestos a cambiar ideologías izquierdistas por prebendas oficiales y futuros cargos públicos, ante la repulsa de Echeverría Álvarez, Corona del Rosal y varios miembros más del gabinete.

Corona del Rosal, esos compromisos

Así las cosas, mientras varias docenas de auténticos líderes estudiantiles permanecían en la cárcel bajo el cargo de “disolución social” y “homicidio”, otros dirigentes de menor arrastre, pero en mayor número, viajaban por el agro nacional en cómodos aviones del Estado Mayor Presidencial y se hospedaban en hoteles caros, invitados por Aguirre Palancares por medio de un  lidercillo más, Luis Martínez Fernández del Campo, hombre astuto que no reparaba en gastos de vino y mujeres para “los compañeros estudiantes”.

Norberto Aguirre Palancares, el entonces Jefe del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización

En esos viajes todo pagado, vimos empezar a degustar de las mieles gubernamentales a Heladio Ramírez López, Juan José Bremer, Héctor Mayagoitia, Ildefonso Zorrilla Cuevas, Artemio Iglesias Miramontes, José Nelson Murat Casab, Cecilio de la Cruz Pineda, el propio Martínez Fernández del Campo y muchos más. Pero en noviembre de 1969, penúltimo año del sexenio de Díaz Ordaz, cuando esos jóvenes creían ver en Aguirre Palancares al seguro candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) surgía de los entretelones del Palacio de Covián como nuevo sol, como el abanderado de la Revolución, el nebuloso Echeverría Álvarez.

Martínez Domínguez, líder nacional del PRI en ese momento no sin temores echó las campanas a vuelo en torno al candidato y a su maratónica campaña a lo largo y ancho del país. Seguramente las anfetaminas mantenían incansable e insomne a un Echeverría Álvarez que en su andar a zancadas dejaba rezagados a sus guardias del Estado Mayor Presidencial o que causaba la muerte con sus dotes de atleta a políticos ancianos que osaban igualarle el paso, como fue el caso del entonces gobernador del territorio (aún  no era estado) de Quintana Roo, el hidalguense Javier Rojo Gómez.

¡Ah, tiempos aquellos! Las giras de Aguirre Palancares y su corte de lidercillos estudiantiles, aunque no se suspendieron fueron declinando en interés hasta el fin del régimen diazordacista. Pero en ese lapso, aun cuando todo el diazordacismo se empeñaba en hacer cicatrizar la gran herida de Tlatelolco 1968, el regente Corona del Rosal si bien había cesado al fiero titular de Policía y Tránsito Luis Cueto Ramírez y elevado a ese cargo al general Renato Vega Amador, en la oscuridad mantenía y preparaba a un grupo paramilitar integrado por jóvenes violentos que eran acondicionados físicamente y en manejo de armas por instructores militares en diferentes sitios capitalinos, en especial en la llamada Cuchilla del Tesoro, al oriente de la capital.

El enojo de Díaz Ordaz

Echeverría Álvarez aunque aún tuviera el brazo caliente por los sucesos de Tlatelolco, en sus discursos de campaña no perdía la oportunidad de cargarle culpas al aún presidente Díaz Ordaz, el ya “solitario de Palacio”.

Augusto Gómez Villanueva, entonces dirigente de la Confederación Nacional Campesina (CNC) quien meses antes era una ardiente diazordacista, de la noche a la mañana se manifestaba echeverriísta hasta la ignominia y no dudó en morder la mano de quienes lo habían convertido en jefe del sector campesino priísta: Díaz Ordaz y Aguirre Palancares.

El entonces líder de la CNC, Gómez Villanueva, de la noche a la mañana se manifestaba echeverriísta

Entonces, desde Los Pinos el hombre de San Andrés Chalchicomula, Puebla, bastante enojado hizo llegar a la residencia oficial a Martínez Domínguez para reclamarle el tono de los discursos de campaña de Echeverría Álvarez, su hechura política, el producto de su gran dedazo. Le dijo —palabras más, palabras menos—: “Alfonso, dile a tu candidato que o modera la lengua, o se va a enfermar en serio durante su campaña”.

Un decidido “sí, señor Presidente” atronó el despacho presidencial y Martínez Domínguez ese mismo día transmitió a Echeverría Álvarez la amenazante orden de Díaz Ordaz. No sospechó siquiera el que era líder nacional priísta la reacción que se gestaba en la mente del que a partir de diciembre de l970 se convertiría en presidente de México. Sin embargo, Echeverría tuvo que cambiar sus ataques en elogios hacia el primer mandatario y, claro está, lo mismo hizo su jilguero preferido, el aguascalentense Gómez Villanueva.

Vino el relevo presidencial. Entre el nuevo gabinete Gómez Villanueva se convertía en jefe del DAAC, y Martínez  Domínguez en jefe del DDF. En tanto en Gobernación quedaba Mario Moya Palencia, en Recursos Hidráulicos el tabasqueño Leandro Rovirosa Wade, en la Secretaría de la Defensa el general Hermengildo Cuenca Díaz Díaz, en Agricultura y Ganadería Oscar Brauer Herrera, y en Educación Víctor Bravo Ahúja, entre otros Un escaño abajo de las secretarías de Estado, en la Comisión Federal de Electricidad, empezaba a ganar reflectores un abogado dicharachero y mujeriego: José López Portillo.

Bueno, pero en el nuevo gobierno la mayoría de lidercillos estudiantiles forjados por Aguirre Palancares quedaron en la orfandad política. La excepción en lo inmediato fueron un líder estudiantil bastante conocido pero que jamás acompañó al jefe del DAAC en sus giras, Sócrates Campos Lemus, que se estrenaba en la función pública con Echeverría como delegado del hoy extinto Fondo Nacional de Fomento Ejidal, y José Nelson Murat Casab que se sumaba al carro nacional priísta para posteriormente convertirse en diputado federal. Entretanto, los líderes encarcelados desde l968 empezaron a ser liberados.

Pero había un joven en el echeverriato que ganó los reflectores de inmediato: Carlos Armando Biebrich, que a sus 30 años se convertía en subscretario “A” de Gobernación, un peldaño abajo del supuestamente poderoso Moya Palencia, y que en 1975 sufriría la peor persecución por parte de quien se creía padrino y protector.

En las primeras semanas del nuevo régimen, Aguirre Palancares, bastante dolido por la ingratitud de Gómez Villanueva, en las páginas de Siempre!, escribió: “Ya te lo decía, Emiliano (Zapata) que Augusto (Gómez Villanueva) iba a llevar tu carabina al monte. Sí, Emiliano, ¡pero al Monte de Piedad!”. Hoy Gómez Villanueva es diputado federal y se puede asegurar que no se ha despegado de la ubre gubernamental al menos desde l966, cuando llegó a líder de la CNC. 

Los halcones en acción

Un gran periodista amigo mío, hoy ex reportero de Excélsior, Eduardo García Jaén, por esas cosas que uno no entiende, aceptó en el régimen de Echeverría el cargo de jefe de prensa de la Dirección General de Policía y Tránsito del Distrito Federal (DGPT) que le ofreció quien ya fungía como director de Relaciones Públicas e Información del DDF, Manuel Buendía Téllezgirón.

Manuel Buendía Téllezgirón

Le pedí trabajo y me lo concedió. Las plazas que manejaba su oficina eran de policías rasos y como la necesidad tiene cara de hereje, no lo dudé y de pronto, a mediados de diciembre de 1970, me vi formado junto con al menos otros 200 jóvenes en la plaza de Tlaxcoaque. Todos llevábamos nuestros papeles en la mano y me extrañó que antes de llegar a la mesa de registro, un oficial preguntaba: “¿Causas alta como instructor de karate?”. La inmensa mayoría de muchachos formados respondió con un sí, menos yo que tuve que aclarar que causaba alta en la oficina de prensa de la corporación.

Me pregunté: ¿Para qué la policía capitalina necesita a tanto instructor de artes marciales? La respuesta la tendría menos de siete meses después, precisamente en la oficina de prensa de la DGPT.

Ya como policía comisionado empecé a conocer la función policíaca y a quienes la dirigían: el coronel de infantería Rogelio Flores Curiel, como titular (su jefe de ayudantes fue el mayor Enrique Tomás Salgado Cordero, que años después como general fungiría como secretario de Seguridad Pública); el coronel Santiago Salinas Magaña, como subdirector general; el general Ángel Rodríguez García, como jefe del Estado Mayor; el abogado Eduardo Estrada Ojeda, como jefe del tenebroso Servicio Secreto; el general Raúl Mendiolea Cerecedo, como jefe de la policía metropolitana, y el capitán Alfonso Frías Ramírez como jefe de Granaderos, entre otros.

El coronel de infantería Rogelio Flores Curiel

Diariamente boletinábamos las acciones policíacas contra el hampa citadina. Lo más importante en el naciente 1971 fue el secuestro del que fue director de Aeropuertos y Servicios Auxiliares, Julios Hirshfield Ahumada, su posterior rescate y captura de los secuestradores por parte de los agentes del servicio secreto. La oficina de prensa de la corporación siempre estaba atestada de reporteros, pues era mucha la información roja la que surgía de Tlaxcoaque, a grado tal que Flores Curiel recomendaba a García Jaén: “No nos conviene divulgar una ciudad demasiado violenta”.

El contacto de García Jaén con Manuel Buendía y sus segundos de a bordo en el DDF, Armando Fisher Sánchez y Mario Santoscoy, era permanente. Pero Flores Curiel no acordaba con el regente Martínez Domínguez, sino con su compadre, el presidente Luis Echeverría Álvarez, o con el secretario de la Defensa, Cuenca Díaz. Se confirmaba lo que dicta la Constitución: el nombramiento del jefe de la policía del Distrito Federal, es facultad del primer mandatario del país.

Llegó el mes de junio.  La vida en la ciudad de México y el país entero de poco más de 50 millones de habitantes transcurría en paz. Una calma chica, como dicen los marinos, que presagiaba tormenta. El jueves 10, parecía normal en la DGPT. Algunos detenidos que presentaba el Servicio Secreto a la prensa y nada más. Pero en las oficinas del Estado Mayor de la corporación, el general Rodríguez García, con la anuencia del coronel Flores Curiel, y seguramente del general Cuenca Díaz organizaba el golpe que se daría en la tarde. Sabían de la manifestación estudiantil que encabezaba el líder Manuel Marcué Pardiñas y los aparentes motivos (la guerra de Vietnam y el conflicto universitario en Nuevo León), pero de ello no fue informado el regente Martínez Domínguez y menos nosotros, los de la oficina de prensa de la DGPT. ¿Era esto por órdenes del Presidente? ¿Se presentaba acaso el momento de la venganza de Luis Echeverría contra los Martínez Domínguez, luego de que Guillermo, hermano de Alfonso, había divulgado que Díaz Ordaz dejaba al país con una deuda externa de apenas tres mil millones de dólares?

Los Halcones, entrenados por instructores de karate

Como a las 17 horas tuvimos los primeros reportes de violencia por la radio de la Cruz Roja Mexicana. Al lugar habían llegado cerca de 100 granaderos para “preservar el orden” y con la orden de “no intervenir en lo absoluto”. La marcha había iniciado en el Casco de Santo Tomás, Calzada de Los Gallos y Calzada de los Maestros y apenas se enfilaban hacia el Zócalo, de varios camiones de limpia del DDF más de cien jóvenes atléticos con el pelo casi a rape, dotados con toletes de bambú, armados con pistolas automáticas calibre 38 Super y al grito de “¡halcones!”, “halcones!” arremetieron contra la multitud estudiantil.

Con los primeros disparos hubo los primeros heridos y muertos. Los granaderos, por supuesto, veían divertidos cómo se desarrollaba la matanza. Uno de los primeros muertos de un tiro en la cabeza, fue el joven Edmundo Martín del Campo que iba al frente de la marcha al lado de su hermano Jesús, actual funcionario del Gobierno del Distrito Federal. Al ver la ferocidad de los halcones desde las azoteas de las casas de la avenida de Los Maestros arrojaban palos, macetas y piedras a los paramilitares. Por eso en algunas fotos de este asunto aparecen apuntando las pistolas hacia arriba.

Aterrorizados, los estudiantes trataban inútilmente de defenderse con las astas de sus pancartas. Todo fue inútil. Unos caían con heridas de bala y otros bajo los golpes de tolete de aquellos “instructores de karate” que conocí personalmente cuando causé alta en la DGPT. La zacapela duró varios minutos; dos hermanos míos, Jorge y Carlos Ortigoza Aranda, que con sus compañeros estudiantes habían logrado salir de la línea de fuego para refugiarse en la entrada del cine Cosmos enclavado en la avenida San Cosme, me relataron: “Todos corrimos; supimos que a los heridos que se llevaron los ambulantes de la Cruz Roja, los remataron los halcones en los hospitales. Otros halcones nos alcanzaron en el cine Cosmos y nos apuntaron con sus pistolas… Sentimos que nos iban a matar y entonces se nos ocurrió decir: ¡Muchachos, cantemos el Himno Nacional!

“Lo hicimos. Muchos llorábamos de terror. Pero los halcones al escuchar las estrofas del Himno, se dieron la vuelta y se fueron. Ese detalle nos salvó la vida”, me explicaron días después. Pero esa tarde y noche fue inolvidable para mí. La oficina de prensa de la DGPT estaba a reventar de reporteros nacionales y corresponsales extranjeros. Nos encontrábamos  al frente de ella mi inolvidable amigo (q.p.d.) Edgardo Montiel Govea, la secretaria Cruz Escamilla y el que esto escribe. Desde iniciados los hechos, el coronel Flores Curiel, ante el acoso de reporteros, exigía por teléfono hablar con nuestro jefe García Jaén, pero el hombre no aparecía por ningún lado.

Se hablaba ya de 20 muertos en el lugar de los hechos y que varios heridos habían sido rematados en diversos hospitales, sobre todo en el Centro Médico Nacional, donde el estudiante Oscar Argüelles Méndez, pese a sus heridas fue virtualmente cosido a tiros por los halcones a pesar de los ruegos del propio lesionado, médicos y enfermeros para que no lo mataran. Empezaba a oscurecer cuando los reportes más confiables hablaban  de 35 muertos, cifra que finalmente no rebasó los 40.

Toby Pérez Verduzco, reportero de Telesistema Mexicano (hoy Televisa) exigía declaraciones oficiales. “Declárame algo, Toño. ¡Échenle la luz y fílmenlo”, ordenaba a su camarógrafo y ayudante, cuando el policía de guardia en la oficina llegó con la noticia salvadora: “Ahí viene el señor García Jaén”.

Sin pensarlo, corrí escaleras abajo a encontrar al que era mi jefe, para notificarle lo que había ocurrido. Fue él quien hizo las primeras declaraciones oficiales después de hablar con Flores Curiel. Vino la noche y llegó a la oficina de prensa de Tlaxcoaque Mario Santoscoy, con las órdenes de Manuel Buendía. Tomó el teléfono y entabló comunicación con el propio Buendía, quien enterado ya de los sucesos, le dictó a Santoscoy un boletín que repetía en voz alta para que los escribiera a la máquina García Jaén.

Terminado y corregido el documento, Santoscoy, preguntó: “¿Quién que no sea policía puede llevarle esto a Manuel Buendía?”. Sin pensarlo, me ofrecí y salí a toda carrera de Tlacoaque por la calzada 20 de Noviembre con rumbo al DDF. En el trayecto a pie, vi enfilarse rumbo al Zócalo a una docena de tanques del Ejército que con sus orugas dañaban el pavimento de la avenida.

Armando Fisher Sánchez me recibió el boletín y entró al privado de Buendía. Aguardé unos minutos. Salió y me dijo: “Dice don Manuel que le agreguen las correcciones que le hizo, para que se publique en los periódicos meridianos de mañana”. Regresé a Tlaxcoaque y la noticia sobre los tanques que llevé a los periodistas ahí reunidos, vació por espacio de media hora la oficina de prensa.

Pero había que dar un golpe informativo, un campanazo periodístico. Y entonces se nos ocurrió: “Hay que decir que lo sucedido en el Casco de Santo Tomás y calles adyacentes fue un enfrentamiento a tiros y palos entre estudiantes, y que en el lugar de la refriega el Servicio Secreto recogió más de 50 pistolas que los rijosos dejaron abandonadas”.

En cuestión de minutos, en las oficinas de los llamados grupos del Servicio Secreto se recolectaron en un huacal infinidad de pistolas, que fueron vertidas sobre un escritorio cuando ya habían regresado a la oficina reporteros, fotógrafos y camarógrafos, a quienes García Jaén y Santoscoy dieron la versión del “enfrentamiento”.

Ninguno de nosotros salió de la oficina de prensa de la DGPT esa noche. Pero muy temprano, acompañados de un fotógrafo del DDF, Edgardo Montiel Govea y el que esto escribe se dirigieron a las instalaciones policíacas de Balbuena para captar gráficas de los policías que, desprovistos de armas de fuego, salían a “resguardar la tranquilidad pública en la ciudad”. Eso era lo que rezaba el boletín dictado por Manuel Buendía.

Posteriormente, ya con las fotos reveladas y con un buen paquete de boletines acudimos a un café de chinos localizado en la calle Rosales, muy cerca del edificio de la Lotería Nacional, con la esperanza de encontrar ahí a los reporteros y fotógrafos de los diarios meridianos que se reunían en ese lugar para intercambiar datos de la jornada nocturna. Cómo olvidar la buena aceptación a nuestras súplicas de varios colegas, entre ellos Francisco Santamaría y Ángel Marín, que para el mediodía de ese viernes 11 publicaron en sus medios esa versión.

Pero ya nada tenía remedio para el regente Martínez Domínguez, quien renunció el lunes siguiente, luego de que Echeverría Álvarez se mostrara “indignado” por la matanza y declarara que en las investigaciones “se llegaría hasta las últimas consecuencias”. ¿Qué pitos tocó en este juego sucio Fausto Zapata Loredo, quien se estrenaba en el nuevo régimen nada menos que como vocero del Presidente? El político neolonés pagaba con su dimisión y ostracismo de seis años la osadía de haberle transmitido al aún candidato a la Presidencia una orden amenazante del todavía presidente Gustavo Díaz Ordaz.

¿Qué pitos tocó en este juego sucio Fausto Zapata Loredo ?

El coronel Rogelio Flores Curiel, desde luego que también renunció. Fue relevado por el general neolonés Daniel Gutiérrez Santos, y simplemente retornó al Senado de la República, donde antes de ser nombrado jefe policíaco tenía un escaño. También lo hizo el jefe del Servicio Secreto Eduardo Estrada Ojeda, pero el resto del mando policiaco capitalino, no fue tocado, porque ya se preveía en el futuro inmediato el surgimiento de la guerrilla urbana con la Liga Comunista 23 de Septiembre a la cabeza en las grandes ciudades, y la rural con  Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas Barrientos en las montañas michoacanas y guerrerenses.

Meses después Flores Curiel fue destapado como candidato del PRI a la gubernatura de Nayarit y, por supuesto, ganó las elecciones por obra y gracia de su compadre y padrino Luis Echeverría Álvarez. A la distancia, cuando seguramente el mal de Parkinson o el de Alzheimer afectan la salud de Martínez Domínguez, algunos legisladores y políticos que fueron o no víctimas de los hechos sangrientos de l968 y 1971 exigen un careo entre don Alfonso y don Luis, quien —por lo visto— no se muestra muy dispuesto a abundar declaraciones sobre esos hechos este agosto, bajo el argumento de su avanzada edad y quebrantada salud.

Pero, ¿qué tal si mejor se exige que comparezca el hoy general Flores Curiel y se dé fin a una serie de dimes y diretes que a nada conducen? ¿Por qué no algunos militares como Enrique Tomás Salgado Cordero, Herman Pagola y otros que aún viven y que formaron parte del mando de la policía capitalina? Sin duda, Echeverría Álvarez pasaría sus últimos años en prisión. De otra manera, a nada conducirá este proceso judicial y se cerrará con impunidad otro caso doloroso en la vida de México.

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