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POR EDUARDO GARCÍA GARCÍA
Los extremos hacen de la Ciudad de México una urbe muy especial y caótica. Los montones de basura que inundan sus calles conviven con una ciudad plagada, como nunca, de baches, socavones, fugas de agua, árboles caídos, lluvias torrenciales, aluviones y violencia desmedida. El mismo contraste se aprecia en nuestro achacoso metro, sin mantenimiento eficaz y permanente, así como una dirigencia mediocre. La locura domina sus túneles y vagones a las horas pico.
A eso añadamos que desde hace varios meses y días, o más bien creo que desde siempre, en Chilangolandia hemos vivido en medio de un tremendo y anormal caos vial, y hay que insistir en lo anormal porque caos lo hay siempre. El motivo: las manifestaciones y bloqueos que se realizan por toda la otrora llamada Ciudad de los Palacios, en especial en el centro histórico (especialmente por el Paseo de la Reforma y la avenida Juárez) y plantones (básicamente en Insurgentes, Bucareli y, por supuesto, el Zócalo) a las horas pico, la cual por lo tanto se ha visto afectada en su totalidad.
Parece obvio que en ningún otro país como el nuestro –y en ningún sitio como la CdMx- hay tantas manifestaciones, varias de ellas al día y por las cuestiones más nimias, superfluas, imbéciles o peregrinas. En ningún otro lugar se permite que algunos alteren y obstaculicen, jornada tras jornada, la vida y el trabajo de toda la ciudadanía.
Y es que por muchas personas que acudan a ellas (como las marchas y el plantón de la CNTE, con más de 5 mil profesores disidentes), siempre serán pocas en comparación con el conjunto de los habitantes de la ciudad capital y municipios aledaños (casi 23 millones), luego se consiente continuamente que una minoría le haga la vida imposible a los demás –a menudo por poquedades, como la montada por normalistas de Chiapas en Insurgentes o por habitantes tepiteños xenofóbicos que se oponen a la creación de un alojamiento para migrantes.
Las marchas que suelen concentrarse en la Ciudad de México van desde celebraciones, conmemoraciones hasta protestas por diversas problemáticas que no son atendidas por las autoridades, pendientes políticos o en defensa de los derechos humanos o contra el maltrato animal.
Lo más absurdo y llamativo del caso es que, por su sobreabundancia, está comprobado que las manifestaciones a la mexicana han dejado de ser eficaces y no sirven para nada, es decir para lograr propósitos de cambiar una disposición o una ley (por ejemplo, la del ISSSTE, que quieren los de la CNTE se abrogue), por la eterna falta de agua en diversas colonias, porque le quieren cambiar el nombre a una colonia o porque las fiscalías de justicia son ineficaces, corruptas u omisas, pues generalmente el gobierno, tanto federal como local, hacen oídos sordos. Al menos en México, el Estado no suele rectificar nada porque se le proteste en la calle.
Creo que a lo largo de mi vida he asistido a unas cinco manifestaciones (una en el 2006 por aquello del “voto por voto, casilla por casilla”, que me arrepiento, pues era por apoyar al ahora pernicioso López Obrador, una en contra de la violencia y la inseguridad y alguna otra con los del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad) y que yo recuerde en ninguna se logró realmente nada. Otro problema de las manifestaciones actuales es que nadie se las puede tomar en serio, dado su aire festivo, de desmadre o pleno de violencia: diez participantes, altavoces, consignas, gritos, mentadas de madre, portazos, destrozos, bloqueos, pintas, a veces música, bailoteos, enmascarados, todas parecen comparsas, incluidas las sindicales como las de la CNTE o los radicales y violentos de la CTEG. No digamos la marcha por el Orgullo Gay, con sus carros alegóricos, encueradeces y excesos de sexo y alcohol, mera extensión del carnaval.
Entonces, me pregunto, por qué si son inútiles se convocan tantas manifestaciones en nuestro país. Me temo que han pasado a ser una ocasión lúdica más, un pretexto para que la gente se junte, se desfogue, arme ruido, eche desmadre y corte la circulación de manera impune, así sea para dizque celebrar en el Ángel de la Independencia que el malogrado Cruz Azul ganó la Concachampions.
Sin embargo, entre las miles, existe una que es una de las más relevantes y concurridas: la del 8 de marzo por el Día Internacional de la Mujer, que tiene por objetivo compartir las demandas de las luchas por los derechos de todas las féminas (violencia de género, el abuso sexual, la brecha salarial, el trabajo de cuidados no remunerados, la discriminación, la violencia vicaria, derechos de las mujeres trans y la exigencia de un alto a las desapariciones de mujeres y a los feminicidios), que ha registrado hasta 180 mil participantes en un solo momento.
A todas ellas hay que añadir las manifestaciones “fijas” como las del Día del Trabajo, el Maratón de la Ciudad de México, el Día de la Bici, etcétera, etcétera. El caso es que no hay un día en México, y menos en la CdMx, en que las calles estén razonablemente libres de obstáculos para lo que es menester: desplazarse y trabajar.
El caso es que, de acuerdo con el gobierno de la ciudad, del primero de enero de 2023 al 31 de diciembre de 2024, se desarrollaron 6 mil 273 marchas. Es decir, en promedio ¡unas ocho al día! Aunque aún no existen datos concluyentes, es probable que este año se superen estos sorprendentes datos. Lo que sí sabemos es que la mayoría, excepto los plantones como el del Zócalo y el Paseo de la Reforma e Insurgentes, que llegaron al parecer, para quedarse, tienen una duración promedio de entre dos y tres horas cada una, generando molestias a la ciudadanía y pérdidas multimillonarias a los comercios establecidos.
¿QUÉ HACER?
¡Nada, nada se puede hacer! El derecho a manifestarse está reconocido por la Constitución y además es una de las grandes conquistas de la democracia. Pese a ello, vaya que padecimos su prohibición durante la dictadura priísta, en especial en la época de Díaz Ordaz, donde por participar en una se podía acabar en la cárcel… o en la tumba. Sin embargo, hace tiempo que, como sucede con todo aquello de lo que se abusa, las manifestaciones se han trivializado y han perdido casi toda su eficacia. Es tanta la gente que se echa a la calle por cualquier motivo y aún tontería, que lo normal es que a la mayoría no se les haga maldito caso y que hasta resulten contraproducentes: los ciudadanos (¡y no se diga algunos medios electrónicos de comunicación!), lejos de solidarizarse con los manifestantes, suelen echarles mentadas de madre y les desean –muchas veces injustificadamente- que fracasen en sus demandas.
El hecho es que en muchos casos las manifestaciones en nuestro país, van en perjuicio de quienes no tienen nada que ver en los conflictos que las causan. Cerrar una carretera o las terminales aéreas sigue siendo un hecho gravísimo y apenas afecta al gobierno que aumentó el precio de la gasolina o que no hace nada por evitar los asaltos en carreteras o que se aplique a la resolución de casos de personas desaparecidas, y sí en cambio mucho a la población inocente. Lo mismo ocurre con las manifestaciones, plantones o bloqueos de calles, que castigan sobre todo a automovilistas, moteros, cicleteros, skateros y gente de a pie que utiliza el servicio público de transporte, siempre en momentos en que se les ocasiona más daños, mayores pérdidas y trastornos (llegar al trabajo, la escuela, al hospital, a una cita urgente o a casa). Y quienes las convocan y llevan a cabo aún pretenden que la sociedad los respalde. Pretensión harto asombrosa, cuando la mayoría de las manifestaciones toman como rehén a esa sociedad, y no a los verdaderos responsables.
El caso es que existen incontables manifestaciones contra los abusos de poder e ineptitudes del gobierno y sus funcionarios. Y dado el estado de mi país y mi ciudad, tiendo a darles la razón a quienes protestan de manera inmediata, pero que la tengan o no en principio, me resulta cada vez más secundario al ver cómo se las gastan algunos (la CNTE, abandonando a su mala suerte a los niños que la fatalidad puso en sus manos o a la CETEG pateando las puertas de Gobernación o las pagadas encapuchadas del bloque negro que destruyen todo a su paso), que con tal de hacer ruido y hacerse oír son capaces de todo. A menudo los que arman el alboroto son literalmente ocho manifestantes. En ese sentido, es inadmisible que ocho individuos fastidien por su capricho a centenares o miles de ellos.
Ante esta situación, ¿resulta razonable reglamentar las manifestaciones? ¿Debería exigirse un número mínimo de quejosos para otorgarles el permiso correspondiente? ¿Establecerse un mínimo lapso de tiempo entre una protesta y otra de la misma gente? ¿Imponer horarios y negar el uso de vías importantes? O incluso crear, como se le ocurrió en alguna ocasión a un pendejo legislador, un “manifestódromo”, lo cual no tendría el menor sentido, porque ahí, ningún causante de problemas se enteraría del rechazo que producen.
Lo deseable sería un término medio. Nada se ganaría con reglamentar, negar un derecho constitucional o golpear, pues muchos ciudadanos se opondrían porque lo considerarían una intención camuflada de reprimir y atacar la libre expresión ante los abusos del poder. Y es que en algunos casos es el último recurso. Pero, por otro lado, sería deseable que quienes más abusan del recurso lo pensaran dos veces antes de montar su enésimo plantón o manifestación a deshoras, pues con ello lograrían quizá algo de simpatía entre sus conciudadanos. Tomen en cuenta que, para casi nadie, mucho menos para los apáticos, insolidarios e inconscientes derechistas, morenistas, lopez obradoristas, sheinbaumbistas o brugadistas, sus diversas quejas o causas de ira no son lo suficiente importantes como para que les destrocen la jornada, en especial si te descuentan el día por llegar tarde al trabajo.
Muchos auguran que ahora sí ha llegado el fin del mundo y que el país se desfonda y que el cielo se nos cae encima (¡con las lluvias torrenciales es literal!) Por lo pronto, ¡Yo me manifiesto en contra de la castidad!







