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Elvira Hernández Carballido
Piensas siempre en Tlatelolco.
Yo nací en la ciudad de México y cuando era una niña de vez en vez iba a visitar a mi papá a su trabajo, un gran centro comercial que precisamente se llamaba el “Centro Mercantil”, cuya sucursal estaba en Tlatelolco. Cuando bajaba del metro con mis hermanas, cruzábamos los pasillos de esa gran unidad habitacional de Tlatelolco. Sus edificios enormes, sus pasillos perfectos, algunos espacios con juegos donde nos deteníamos a jugar, pero siempre coincidíamos que recorrer ese lugar nos dejaba un halo de tristeza, que en el ambiente –según nosotras- había cierta desolación y desamparo. No podíamos olvidar ese 2 de octubre de 1968 y las fotos y las imágenes. Entonces coincidíamos en decir que Tlatelolco siempre nos llenaba de una nostalgia triste.
Y no se diga el 19 de septiembre de 1985, el edifico Nuevo León derrumbado y su impactante foto en la primera plana de todos los periódicos al día siguiente. Las lágrimas de Plácido Domingo cuando Zabludowsky le preguntó si no temía que el polvo y la tierra afectaran su voz mientras el gran tenor buscaba a sus familiares entre los escombros de los edificios derribados por ese terremoto.
Y hace tres años, cuando fui precisamente al Centro Cultural Universitario de Tlatelolco a dar una conferencia y el doctorVicente Castellanos que vivió su infancia y adolescencia en Tlatelolco nos dio un recorrido. Nos mostró un largo pasillo donde ese 19 de septiembre de 1985 todo era llanto y dolor. “En todo este pasillo, nos decía mientras lo recorríamos, solamente escuchabas la voz más dolorosa de la tragedia, de la soledad, de la angustia, tantos por qué, tantos gritos, tanta gente que un instante perdió todo, hasta la esperanza”. Sí, Tlatelolco siempre me duele.
Por eso, este libro LA CRÓNICA COMO ANTÍDOTO: NARRATIVAS DESDE TLATELOLCO, coordinado Eunice Hernández Gómez no podía tener mejor título y mejor ofrecimiento, prometernos un antídoto y en este caso un antídoto llamado palabra, recuerdo, evocación, narrativa, crónica. El diccionario más sencillo define:
Antídoto-contraveneno de un tóxico determinado
Medio con que se evita o se previene un mal.
Contraveneno- sustancia que tiene una acción contraria a la de uno o varios tóxicos determinados.
Así pues, la crónica como antídoto nos ayuda a recorrer Tlatelolco con las palabras de sus propios habitantes, de vecinos y nómadas, leales a su territorio y cómplices de sus historias. Y el antídoto que nos da la crónica es aceptar la historia de Tlatelolco porque es parte de su memoria y de su identidad pero aceptarla preparado, protegido, confiando que el dolor llegará pero lograremos soportarlo precisamente gracias a la crónica. Y gracias a ese antídoto el dolor está latente pero con la certeza de que nos permite palparlo desde más adentro con detalles que nos obligar a querer este espacio urbano con más nostalgia y menos dolor.
Cada crónica que forma parte de este libro participó en un concurso para evocar los cincuenta años de existencia de esta unidad habitacional y nada mejor que un género como la crónica para atrapar voces y hacerlas humanas, para describir escenarios y meterse en ellos, para leer nombres y hacerlos memorables, para compartir anécdotas y volverlas historia, para decir quiénes somos y empezar a descubrirnos.
Como periodista no hay género que más disfrute como la crónica, esa frontera exacta entre el periodismo y la literatura, ese reto de recrear en la mente del auditorio un momento que no vivió y hacerlo cercano, un instante que sí vivió y tatuarlo en su alma. Buen dice la coordinadora de este libro, Eunice Hernández, “la crónica es el hogar natural del testimonio y la trinchera de la memoria, es darle voz al otro, es un ejercicio de aproximación vivencial” (p.6).
Tres primeros lugares y diez menciones honoríficas. Comparto la angustia pero también la delicia que acompaña a Magali Tercero, jurado de este concurso que las seleccionó. En el prólogo advierte que fue muy difícil la tarea de elegir una crónica ganadora, se puede o no coincidir en el veredicto, se duda y se piensa una y otra vez antes de darlo, pero al mismo tiempo se agradece cada palabra, cada descripción, cada relato, cada voz y cada detalle.
En el libro se pueden encontrar la historia de un joven asesinado en esos pasillos de Tlatelolco o la voz de un hombre que recupera su propia historia al buscar la de su unidad habitacional. Jóvenes que pierden carteras mientras conocen los lugares más oscuros que hacen frontera con esos edificios que modernizaron al México de la década de los sesenta. Imaginar ese tianguis tan maravillosamente reproducido en el museo de Antropología y sus voces que venden, que hacen trueques, que ofrecen hierbas para sanar cualquier dolor ante la mirada sorprendida de los conquistadores. El lugar de la última resistencia contra el imperio español. La presencia de mestizos que palpan sus raíces revueltas, profundas, aliadas y enemigas.
En cada página se puede advertir que Ferrocarriles Nacionales estuvo cautivo un tiempo en esos mismos terrenos y por eso ahí estaba el teatro del “Ferrocarrilero”. Un nombre es mencionado de forma reiterada, Mario Pani, arquitecto de tantos destinos quien dibujó y armó esta unidad habitacional inaugurada en 1964. Y cuatro años después testigo de una de las páginas más tristes de la historia de México, con esa frase memorable: “2 de octubre no se olvida”. Pensar en los estudiantes que se rebelaron.
“Ecos de dolores que retumban en las paredes del ex convento de Santiago… La plancha de la Plaza de Tlatelolco respira un aire extraño… Heridas abiertas que quizá nunca sanarán… Historias que encierra el complejo Tlatelolco son muy complejas, igual que la naturaleza humana” (p.43), advierte Gustavo Alonso Cantú Rodríguez, tercer lugar en el concurso. Y entonces el palpitar del corazón reconoce que necesitas el antídoto y te lo tomas a tragos lentos, y te das cuenta que su fórmula solamente contiene palabras, evocaciones, dolor pero también esperanza.
Y luego de leer cada texto, te gustaría ir a Tlatelolco para toparte con Jesús Christopher Guinto Arzeta, que por cuestiones de salud comenzó a correr y en cada metro y kilómetro recorrido descubrió personas, rincones y hasta secretos de su unidad habitacional que de otra manera no lo hubiera logrado conocer. Sin duda alguna el cuerpo temblará con destellos de miedo y quizá morbo cuando nos acercamos al departamento 631 donde la más inhumana crueldad se disfrazó de un joven callado que desmembró un alma inocente, ese feminicidio que siempre duele e indigna.
Es así como en cada crónica, en cada relato, en cada palabra, en cada detalle, todas las crónicas se unen en una sola para recuperar esa historia jamás contada de Tlatelolco y junto a otras voces como la de Miguel Fernando Yacamán Neri se puede describir el sentir en un solo párrafo:
Esta plaza no es la de las tres culturas, tú sabes, es la de sepulturas, porque se llenó de muertos en el 68 y en el terremoto del 85 los militares los tendieron aquí para que la gente pudiera reconocer a sus familiares. Mira, muchacho, varios habitantes de Tlatelolco, en su mayoría gente de clase media y obreros decidieron apostar su patrimonio en estos lares, y ante el miedo tuvieron que marcharse a otras delegaciones, a otros estados de la república. ¿Pero mira donde estoy ahora sentado? En la cuna de la muerte. Yo aquí vivo y en las escaleras de los edificios, por las noches se escuchan los gritos de los estudiantes y los que viven en los últimos pisos aseguran que aún resuenan los pasos de la milicia por las azoteas. Y hasta la fecha, te puedo asegurar, que ningún habitante de Tlatelolco duerme tranquilo. ¿Sentiste los últimos temblores? Hace veintiocho años se cayó el edificio Nuevo León. ¿Cuál sigue? ¿Qué revuelta sigue con este gobierno? Este es un lugar herido, con habitantes heridos desde la época de la conquista. A veces lo único que me gusta recordar de este lugar, fue cuando la gente del barrio nos citamos en las azoteas y esperábamos con ansia el momento en el que el gobierno dinamitara los edificios cuarteados por el terremoto del 85. Y cuando volaron en añicos, todos estábamos contentos, nos pusimos de pie y aplaudimos. Nos mirábamos a los ojos como si hubiéramos ganado una gran victoria, pero ¿qué victoria ha sido nuestra? Yo no sé, pero aquí sigo en este muro, donde mi nombre no está escrito.” (p.99)