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Recuerdo muy bien el 19 de noviembre de 1976. Era viernes. Mi padre, que trabajaba en el gobierno federal, llegó a comer con semblante preocupado. Ya no regresaría por la tarde a la oficina. Nos quedaríamos todos en casa el fin de semana, nos anunció a mi madre, a mi hermana y a mí, lo cual significaba que yo no podría salir a jugar cascarita con mis amigos.
Como sólo tenía diez años de edad, yo no entendía bien qué pasaba. Mi padre me explicó que desde el gobierno se propalaba la versión de un golpe de Estado. Como vivíamos no lejos del Campo Militar número 1, y diariamente me despertaba con el sonido de las cornetas y los tambores, imaginé lo peor. Esa noche soñé con soldados que tiraban la puerta de la casa. Desperté en pánico, creo que gritando. “No va a pasar nada”, me tranquilizó mi padre al pie de la cama. “Es política, nada más”.
Y sí lo era. Años después, revisando los hechos de aquellos días finales del gobierno de Luis Echeverría, me fue posible atar todos los cabos y entender mejor cómo se produjo la sicosis de aquel noviembre, hace 43 años. Con sus decisiones, el Presidente había provocado una crisis de confianza. Los niveles de gasto público alcanzados durante el sexenio tuvieron que ser financiados por deuda de un modo insostenible, mientras que el sector privado, estigmatizado a lo largo del periodo presidencial –“riquillos”, “egoístas”, “malos cristianos”, llamaba Echeverría a los empresarios—, detuvo la inversión.
El compromiso público de mantener el valor que el peso tenía desde los tiempos del Desarrollo Estabilizador –12.50 por dólar— condujo a la sobrevaluación de la moneda. Incapaz de financiar su desarrollo con recursos propios, el país sucumbió ante la compleja realidad económica internacional.
El 31 de agosto de 1976 se anunció una devaluación, seguida de otra, el 27 de octubre, hasta alcanzar una paridad de 26.50 por dólar. El peso perdió 55% de su valor en menos de dos meses. La gente reaccionó con temor ante la devaluación, que sintió como una amenaza más allá del rápido deterioro en su nivel de vida que significaba la inflación de 5% mensual. Se acrecentó la desconfianza de los mexicanos en las declaraciones del gobierno y se desataron rumores de todo tipo. La voz de la calle anticipaba el congelamiento de cuentas bancarias, expropiaciones, escasez de alimentos y hasta un golpe de Estado.
El rumor se asentó en la desinformación y alteró la vida diaria de los mexicanos. Ante ello, el gobierno de Echeverría respondió primero con el silencio y luego con la ambigüedad. Por ejemplo, el Presidente lanzó una frase que pasaría a la historia: la devaluación del peso, dijo, “no nos perjudica ni nos beneficia sino todo lo contrario”. La inminencia de un golpe de Estado fue parte de la campaña de murmuraciones. Primero se dijo que sería el 15 de septiembre; luego, que el 20 de noviembre. Con ello, la gente tuvo algo más que comentar que la crisis económica. Millones de mexicanos se encerraron en sus casas aquellos días de noviembre. Todavía fresco el recuerdo de 1968 y 1971, a nadie se le hubiera ocurrido salir a protestar. Ese mismo 20 de noviembre, en Tabasco, Echeverría advirtió que, a diferencia de otros países, las intentonas golpistas “aquí no prosperarán”.
Lo secundó el secretario de la Defensa, el general Hermenegildo Cuenca Díaz, quien seis meses después moriría en Tijuana, mientras estaba en plena campaña por la gubernatura de Baja California. “En esta hora cualquier aventura golpista le haría el juego al imperialismo y a la reacción extrema”, afirmó. Cualquier semejanza de aquellos días con la realidad actual es simple coincidencia.