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OTRO 8 DE MARZO… Y MI CUERPO CAMBIA

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Foto: descubrekazajstan.wordpress.com

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 46 segundos

 

Elvira Hernández Carballido

 

La primera vez que me topé con mi cuerpo fue en esa infancia feliz cuando me bañaba en la tina. Me encantaba verla llenar. Aspirar el vaporcito del agua caliente. Entrar, poco a poco hasta sumergirme y que el agua transparente permitiera ver este cuerpo sin nubes ni montañas. Aunque podía espiar dos pequeños girasoles en mi pecho, pelusa de estrellas escondida en mi ombligo y la sonrisa de una media luna en ese cielo que me delataba eternamente como mujer.

Pero un día ese mismo cuerpo me asustó como nunca. Después de jugar futbol, sudorosa y despeinada, entré al baño y tuve que ahogar un grito. Mi calzoncito de flores coloridas estaba manchado de sangre, justo al centro. Sangraba de seguro por andar de “marimacha”. Sangraba por ser niña mala. Sangraba por jugar cosas de niños. Sangraba por mi culpa, por mi culpa, por mi santa culpa. Para no preocupar a mi mamá de esta extraña enfermedad que de seguro tenía, con lágrimas en los ojos tiré mi ropa interior a la basura. Me armé de valor y entre sollozos le confesé a mi hermana mayor lo que ocurría, hasta le entregué mi testamento y mis últimos deseos. Comprensiva ni se burló, sacó un librito donde se explicaba lo que era la menstruación. Cuando se lo platicó a mi mamá, la sentencia fue marcada: “Ya eres mujeres, te tienes que cuidar”. Pensé que el cuidado se refería a ser muy limpia para no mancharme.

Al poco tiempo, mi pubis-sonrisa de luna brotaron suaves nubes que lo coronaron por siempre. Mis senos-girasoles brotaron muy discretamente y preferí seguir usando mis cómodas camisetas y poner entre ellos tres gotitas de mi primer perfume, un Chanel número 5. Los chicos me empezaban a gustar mucho más, aunque siempre he sido requetemuy enamoradiza.

Pero poco a poco las sensaciones y emociones fueron en aumento y en intensidad. Mi cuerpo se sentía a gusto con otro cuerpo, necesitaba averiguar qué pasaba y lo qué podía pasarme. Tuve la suerte de tener una tarea sobre la importancia del cuestionario. Así encontré entre los libros de mis hermanas un estudio que se titulaba “Informe Hite”, donde a través del cuestionario miles de mujeres se explayaron sobre su propia sexualidad y transformaban los mitos, prejuicios, sentencias y pasiones del cuerpo femenino. Gracias a ese libro comprendí lo que podía sentirse al tener un orgasmo, que la masturbación no era un pecado  y que las mujeres sentíamos placer de muchas maneras, que podíamos gozar de nuestra sexualidad.

Fue así como poco a poco permití que otras manos exploraran mi cuerpo que yo conocía tan bien. Compartí placeres y emociones, arranqué prejuicios y me reconocí como pecadora. Mi cuerpo gozó, se sintió vivo, bien compartido, ilusionado, recorrido, alegre y lleno de imaginación. Siempre me cuidaba para no quedar embarazada pues todavía no lo deseaba.

Un día me enamoré de tal manera que después de mucho pensarlo decidí tener un hijo. Y esta vez mi cuerpo cambió como nunca. Mi vientre crecía como bola de cristal donde imaginaba los mejores futuros, como espiral de vida, como huracán de sus suspiros.  Mi cuerpo a veces me resultaba extraño: mi ombligo brincaba como rana, mi vientre estaba tatuado por una línea oscura muy derechita, mi panza se movía con chipotes extraños que delataban los movimientos de mi hijo tan deseado. Y una mañana de octubre, este cuerpo permitió que lo llenaran de sondas, que lo inyectaran de un lado y en la espalda, que le quitaran sus nubes de algodón y que abrieran su vientre para dar paso a la vida. Desde entonces mi vientre quedó partido, del ombligo hasta mi pubis está la prueba irrefutable que por ahí surgió mi hijo a la vida. Me sentí vaca sagrada cuando descubrí los ríos de leche que brotaban de mis senos, cuyo tamaño no podía creer. Me negaba a ver mi vientre partido y fruncido por las zurcidas solidarias que pese a todo bordó mi ginecólogo. Y me regresaron entonces un  cuerpo donde sentía que no cabía, que me resultaba ajeno y lejano. Tuve que acostumbrarme y resignarme.

Después de un año de amamantar a mi hijo, mis senos no solamente regresaron a su tamañito normal, ya no eran tan firmes como antes. Tuve que consolarlos y convencerlos que seguían siendo lindos, que me encantaba todavía la forma en que mis pezones apuntaban al cielo pues todavía anidaban latidos apasionados al recibir caricias de una mano solidaria. Mi nube poco a poco volvió a sembrar esos algodones de azúcar color noche y sabor higo. Mis caderas delataron como nunca que no mienten y mis piernas se volvieron a forrar de paisajes. Sentí que mi cuerpo era otra vez mío, pero con ajustes que me retaban a descifrarlo, a consentirlo, a reinventarlo.

La prueba más difícil para reconocerlo mío fue cuando dije no a un embarazo No deseado. Fue mío ese día que entré al quirófano llena de pánico y las succiones de un triste procedimiento dejaron un tiempo mi cuerpo vacío pero mío como nunca para volverme a querer como soy. Luché para que mi cuerpo se rodeara de vientos bellos y airosos, de reencuentros conmigo misma, de noches pasionales, miradas solidarias, fantasías compartidas y derroches sensuales.

Sin darme cuenta llegué a la mitad de siglo llena de sueños y muchos retos. Pero una mañana, yo que soy exactita en mi menstruación, noto su ausencia un día, dos días, tres días, una semana… Hago cita urgente con mi ginecóloga. En su consultorio repasamos mi historial médico. Tranquila, repite, “debe ser  la menopausia”. Pero no tengo bochornos, más bien me he vuelto más friolenta, lo juro. Falta de libido, la verdad, me sigue encantado hacer el amor. Resequedad vaginal, y me sonrojo ante los lluviosos latidos de mi luna todavía fresca en el momento apasionado. Cambio de humor, quizá, ya no soy tan tolerante ni prudente, a veces exploto con más facilidad que antes… Sí, debe ser mi primer acercamiento con la menopausia. Este cuerpo, insisto, siempre cambia.

Pasan los meses y me encanta odiosamente tener bochornos y seguir teniendo frío cuando dentro de mí hace calor. Me fascina seguir haciendo el amor con los ojos abiertos y a cualquier hora del día. Me encantan mis girasoles apuntando al cielo cuando los acaricia el hombre que amo. Estoy fascinada con mis lunas y nubes que siguen siendo solidarias con cielos masculinos y firmamentos varoniles.

Mi cuerpo cambia, siempre para reconocerse y autoinventarse. Que este cuerpo cambie siempre en solidaridad consigo mismo. Que cambie para seguir siendo bien compartido. Que cambie para que me permita seguir creyendo en las nubes frías, el corazón caliente y en las lunas tibias. Que cambie para que confirme mi vocación de mujer eterna.

 

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