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A fines del verano pasado, tres poderosos tifones –Bavi, Haishen y Maysak– azotaron con lluvias torrenciales las provincias de Heilongjiang y Jilin, en el noreste de China, provocando que se perdieran diez millones de toneladas de maíz a punto de cosecharse.
Paralelamente, una tormenta de viento destruyó cerca de 700 mil toneladas del grano en el Oeste Medio de Estados Unidos. En tanto, en Ucrania y Brasil la sequía hizo que se dejaran de producir alrededor de cinco millones de toneladas.
Estos hechos han provocado que el precio del maíz llegó a niveles no vistos desde 2012-2013, cuando los estímulos al etanol en Estados Unidos llevaron a una menor disponibilidad del producto para la alimentación.
Ayer, los futuros del grano para contratos en marzo alcanzaron los 217 dólares por tonelada métrica al cierre (5.49 dólares por bushel), todavía por debajo de los 321 dólares de noviembre de 2012, pero por encima de los 149 dólares de agosto pasado.
Los precios globales de los alimentos subieron por octavo mes consecutivo este enero y tocaron su nivel más alto desde julio de 2014, informó ayer la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). El incremento de los precios se dio, sobre todo, en cereales, azúcar y aceites vegetales, informó la agencia internacional con sede en Roma.
El fenómeno es resultado de mayores importaciones de alimentos por parte de China –que podría comprar hasta 10 millones de toneladas adicionales de maíz–, así como de la decisión de Argentina de suspender exportaciones de maíz hasta finales de mes y de la imposición de impuestos en Rusia a las exportaciones de trigo, cebada y maíz.
Este incremento en el precio de los alimentos ocurre en medio de una pandemia que ha frenado el crecimiento de la economía mundial y ha creado mayor vulnerabilidad para los pobres. En diciembre pasado, el Banco Mundial advirtió que, como efecto de esta situación, puede aparecer hambre entre los sectores menos privilegiados de casi todos los países.
Esto es preocupante para México, cuya población en pobreza laboral (aquella con un ingreso laboral inferior al valor de la canasta alimentaria) pasó de 38.5 a 44.5% entre el tercer trimestre de 2019 y el tercer trimestre de 2020, según dio a conocer el Coneval en noviembre pasado.
Aunque la inflación ha estado bajo control –cerró el año en 3.15%–, el precio promedio de los comestibles se incrementó en 2020 por encima de ella (5.64%) y ha seguido subiendo en enero (6.36%).
Es la segunda inflación de alimentos y bebidas más alta entre los países de la OCDE después de Corea del Sur. Entre los productos que más han subido está el pollo, que llega a costar hasta 140 pesos por kilo, después de haberse cotizado en alrededor de 108 pesos en el inicio de la pandemia.
Igual que sucedió en 2013, la actual escalada en el precio del maíz podría provocar el encarecimiento de productos como la tortilla y la carne. México produce 63% del maíz que requiere (27.3 de 43 millones de toneladas).
El panorama de precios de alimentos al alza e incremento de la pobreza laboral obliga al gobierno federal a estar muy atento a las consecuencias que se podrían generar, especialmente, en un entorno económico que ha provocado la pérdida de cientos de miles de empleos a causa de la recesión.
Llama la atención que este tema, que comenzó a ser perceptible en octubre, no haya ameritado el anuncio de algún programa especial del gobierno o un ajuste en el proyecto de Presupuesto 2021, que discutió entre septiembre y noviembre.
Éste es un país en el que los programas sociales no han compensado la pérdida de ingresos laborales y que ahora está obligado a erogar varios miles de millones de dólares para comprar, distribuir y aplicar las vacunas contra el covid-19.
Una crisis alimentaria, que se sumaría a la penuria sanitaria y la contracción económica, generaría grandes presiones sociales. El gobierno federal no puede dejar desatendido este problema, que no ha ocupado un minuto de las conferencias mañaneras en los últimos cuatro meses.