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EL PODER JUDICIAL, YA NO VESTIRÁ DE NEGRO

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Por Víctor González Herrero / @VicGlezHerrero

En los recovecos de la historia judicial mexicana, pocos símbolos han sido tan elocuentes como la toga. Esa tradicional prenda negra, solemne, a menudo pesada y ceremoniosa, ha sido durante siglos la encarnación del poder jurídico, la distancia entre el pueblo y el ministro, la liturgia del Estado de derecho. Pero los símbolos, como las instituciones, evolucionan o se fosilizan. Y esta semana, en el corazón del debate político y jurídico del país, Morena ha puesto sobre la mesa un cambio de paradigma que trasciende la moda o el atuendo: la muerte simbólica de la toga en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

No es un asunto menor. Con el argumento de abrir el Poder Judicial a expresiones pluriculturales, se impulsa una reforma que permitiría a los ministros, incluso, vestir trajes tradicionales de sus comunidades de origen, eliminando la obligatoriedad del uso de toga en las sesiones. El caso más visible es el del ministro electo Hugo Aguilar, primer indígena mixteco en llegar a la SCJN, cuyo nombramiento ha sido celebrado por muchos y mirado con recelo por otros, pero que hoy encarna un movimiento mayor: la voluntad de desmontar los símbolos elitistas del aparato judicial.

El debate ha sido inmediato y polarizante. Para algunos sectores, quitar la toga representa una falta de respeto a la solemnidad de la Corte, un intento populista de banalizar y popularizar la justicia. Para otros, es precisamente lo contrario: un acto de profunda democratización simbólica, la ruptura con un modelo de justicia ajeno, colonial, impersonal. La Corte se mira al espejo y ya no ve solo a los doctores de la ley con sus jurisprudencias centenarias, sino también a los pueblos originarios, a los olvidados, a los sin voz, a los que nunca llegaron a esos ostentosos salones judiciales,  más que como un expediente.

Hans Kelsen, uno de los juristas más influyentes del siglo XX, decía que «la justicia es, en el mejor de los casos, una aspiración ética». Bajo ese entendido, el atuendo de un juez no cambia el derecho, pero sí cambia la narrativa de su aplicación. No se trata de una frivolidad, sino de resignificar el poder judicial desde la cercanía y la representación. Que un ministro de la Corte pueda portar su indumentaria tradicional no lo hace menos preparado ni menos digno. Al contrario, lo arraiga a una historia y a una comunidad que históricamente ha estado excluida de los engranes del poder.

La toga, en la tradición europea, es símbolo de imparcialidad, de balance, de neutralidad. Pero en un país como México, donde las estructuras judiciales han marginado sistemáticamente a millones por su origen étnico o social, la neutralidad también ha sido, muchas veces, cómplice del status quo. Quitar la toga no significa renunciar a la imparcialidad, sino desnudar al poder judicial de esa capa simbólica que lo separaba del pueblo, de inalcanzabilidad. Es, si se quiere, un acto de honestidad institucional.

Desde su fundación, la Suprema Corte ha sido un club cerrado, un órgano técnico y político que raras veces ha tenido que rendir cuentas a la ciudadanía más allá del discurso protocolario. Hoy, con la llegada de un nuevo ministro indígena, la elección abierta de otros 8 y la propuesta de eliminar la obligatoriedad de la toga, se abre una rendija que permite pensar en otra Corte. Una más cercana, más diversa, menos tiesa. Y eso, en los tiempos que corren, no es poca cosa.

Los símbolos importan. La toga, como la curul, el mazo o el escudo, define jerarquías. También las puede disolver. En una época donde la legitimidad de las instituciones está en juego, los gestos simbólicos pueden tener más efecto que los discursos rimbombantes. De ahí que este debate no deba tratarse como un simple capricho de la 4T, sino como un ejercicio de redefinición del pacto institucional.

Por supuesto, la medida no es inocente ni está exenta de cálculo político. Morena sabe que cada paso en la Corte es también un mensaje a la élite judicial y a los sectores que tradicionalmente han controlado los tribunales de todos los niveles. El nombramiento de Aguilar, la reforma para eliminar la toga, la narrativa de «descolonizar» la justicia, todo forma parte de una estrategia que apunta a cambiar no solo los rostros, sino también los rituales del poder. Y aunque esto levanta suspicacias legítimas, también plantea una pregunta de fondo: ¿para quién está hecha la justicia?

Tras las elecciones del pasado 1 de junio, la presidencia de la Suprema Corte fue ganada con holgura, justamente por el abogado oaxaqueño Hugo Aguilar Ortíz, quien también se convirtió en el segundo ministro indígena en asumir dicho cargo, después de Benito Juárez. Su elección fue interpretada como una señal contundente de continuidad en el discurso de apertura institucional. En ese contexto, la imagen de un ministro vestido con su traje mixteco, sentado en el pleno de la Corte, junto a sus colegas aún ataviados con la sobria toga negra, será sin duda poderosa. aún ataviados con la sobria toga negra, será sin duda poderosa.

Generará discusión, resistencia, entusiasmo, memes y editoriales furiosos. Pero sobre todo, será una imagen que marcará una nueva etapa en la historia jurídica del país.

Podremos estar de acuerdo o no con la forma en que se está impulsando el cambio, con sus tiempos o sus protagonistas. Pero lo que es innegable es que el poder judicial ya no es el mismo. Se acabó la Corte monocromatica. Comienza la era de una justicia con rostro plural, con acentos distintos, con trajes diversos. La toga no desaparece del todo, pero deja de ser uniforme. Se convierte en opción, no en mandato.

Y eso, en una institución que siempre tuvo oídos sordos al pueblo, no es un detalle. Es una grieta por la que entra un poco de aire fresco. Quizá no cambiará la jurisprudencia de un día para otro, pero cambiará la forma en que muchos miran a la justicia.

Al tiempo.

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