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LA DEMOCRACIA, LA INFORMACIÓN OFICIAL Y “LOS OTROS DATOS”

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Por Mario Luis Fuentes / @MarioLFuentes1

Una de las bases fundamentales de la democracia es el diálogo público. Cuando se suprime, o cuando las partes se niegan a entablarlo, la democracia se erosiona porque se renuncia al entendimiento mutuo; a la conciliación de las diferencias y sobre todo, a la construcción de consensos y acuerdos de largo aliento en torno a cómo conseguir los mandatos, propósitos y objetivos establecidos en el texto Constitucional.

El diálogo democrático tiene varios supuestos: el primero de ellos es precisamente que la conversación y la escucha se da en un contexto de pluralismo y de diversidad. Y que estas características son las notas esenciales de la democracia como sistema político, pero también como sistema de vida.

Lo anterior aplica al diálogo necesario entre ciudadanas y ciudadanos, pero más aún entre las autoridades del Estado y la ciudadanía; porque a las primeras les es inherente la rendición de cuentas, la transparencia en sus procesos de toma de decisiones, implementación de políticas públicas y en el ejercicio del presupuesto.

Quien habla desde una posición de autoridad, está sujeto a un conjunto de reglas y procedimientos adicionales para entablar la conversación pública. En primer lugar, no puede de ningún modo hablar a título personal. Lo que las y los funcionarios piensan es irrelevante en cualquier agenda, en tanto que su actuación se rige por lo que explícitamente le faculta a hacer la Ley; pero, además, toda decisión que tome o ejecute debe estar debidamente motivada y fundada.

Fundamentar cualquier decisión exige entonces de diagnósticos precisos, pero una vez más, de cara a la ciudadanía, deben estar construidos por metodologías científicas probadas; y en ese sentido, las mismas deben publicitarse y explicarse con vocación pedagógica ante los gobernados, a fin de someterlas al escrutinio público en lo que respecta a su diseño, eficacia y pertinencia.

Desde esta perspectiva, hay varias materias en las que México ha avanzado de manera sustantiva y hasta ejemplar ante la comunidad internacional. Por ejemplo, en lo que se refiere al contenido y diseño del artículo 26 de la Constitución, el cual, aún cuando requiere de algunas adecuaciones y reformas, establece con toda claridad que toda decisión pública en México debe sustentarse en la evidencia sintetizada en el sistema nacional de información estadística y geográfica.

Por ello se dotó de autonomía al Instituto Nacional de Estadística y Geografía; y también al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social; pues ambos organismos tienen sendas facultades exclusivas de generar información para la elaboración del Plan Nacional de desarrollo, Programas Sectoriales, Especiales, Institucionales y de Desarrollo regional, como se establece en la Ley General de Planeación.

Contar, por ejemplo, con un Catálogo Nacional de Indicadores, y ser quizá el único país del mundo que tiene una medición oficial de la pobreza estimada por un organismo autónomo del estado, constituyen un valor institucional que no puede soslayarse y que antes bien debe ser fortalecido y protegido ante las tentaciones, siempre presentes, de minar sus capacidades o definitivamente de suprimirles.

Ante ello es que resulta también preocupante que el Ejecutivo Federal haya asumido, discursivamente, la reiterada afirmación de que “él tiene otros datos”; pues con ello viola la Ley, pues, aunque los tuviese, y aunque fuesen construidos con metodologías serias, la Constitución y la Ley le obligan a utilizar los que se generan en los organismos que tienen la potestad de construirlos.

Afirmar que se tienen otros datos, resulta entonces no solamente ilegal, sino francamente antidemocrático, porque implica rechazar la posibilidad de un diálogo serio en torno a los objetivos y metas del gobierno, y en torno, a final de cuentas, de la garantía de los derechos humanos que el Estado mexicano tiene la responsabilidad de proteger, cumplir y hacer cumplir.

El presidente López Obrador ha argumentado constantemente que él siempre dice lo que piensa. Lo cual se agradece en tanto un gesto de honestidad. Sin embargo, el presidente confunde los niveles del discurso y mezcla lo que de suyo es excluyente; porque puede haber, sin duda, divergencia en cuanto a percepciones, valores, ideología, principios políticos, etcétera; pero no puede haber discrepancia frente a la evidencia y su estimación oficial.

Que el presidente diga que el país crecerá o decrecerá un punto porcentual del PIB, implica escenarios que involucran, por principio de cuentas, miles de millones de pesos; implican decisiones de inversión, de ahorro; de perspectivas de vida y acceso al bienestar de millones de personas. Y por ello es una absoluta irresponsabilidad hablar del tema como si de tratara de un conteo de granos de frijol en una lotería de feria.

Ni el Ejecutivo Federal, ni las Secretarias o Secretarios de Estado, Gobernadoras o Gobernadores, Alcaldesas o Alcaldes, pueden jugar a “tener otros datos”; porque al hacerlo erosionan al diálogo público; erosionan la credibilidad del gobierno; imposibilitan la discusión responsable sobre la eficacia o no de las políticas públicas y los programas del gobierno; e incrementan la opacidad de la función pública.

Una democracia consolidada implica tener gobiernos creíbles; que hablen con la verdad y que se sometan al imperio de la Ley; los gobiernos son, en democracia, anónimos y temporales; pero ello no quiere decir “gobiernos de nadie”; porque ello diluye la responsabilidad.

El Ejecutivo Federal, después de tres años de discursos disonantes respecto de la evidencia que nos ofrecen las instituciones generadoras de información oficial, está obligado a reconsiderar sus posiciones. Sobre todo, aquellas que se basan más en deseos y visiones optimistas, que en un análisis sólido de los factores que determinan el devenir del país. En la discusión pública nacional, es tan dura la realidad, que el realismo suele confundirse con lo trágico o incluso con lo catastrófico; pero negar lo que implican dos millones de decesos en dos años; la ralentización de la economía; el descontrol inflacionario; la turbulencia del tipo de cambio; la desolación provocada por la violencia homicida; las heridas abiertas por la violencia de género, entre muchos otros elementos, implica negar la posibilidad de construir un auténtico Estado social de derecho que, en democracia, permita una vida universalmente libre, diversa y plural.

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