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Por Pascal Beltrán del Río/@beltrandelrio
En la mitología popular, Alejandro El Grande llega al final del camino en su campaña militar y llora porque “ya no quedan más mundos por conquistar”.
La versión deriva de una mala cita de Moralia, la serie de opúsculos sobre ética escritos por Plutarco en el siglo I.
“Alejandro escuchó a Anaxarco decir que había mundos infinitos y entonces lloró”, narró el historiador griego. Cuando sus amigos le preguntaron por qué lloraba, alegó que existían sobradas razones para hacerlo. “Si hay mundos infinitos, ¿por qué no soy yo señor de alguno de ellos?”, se lamentó.
Lo que ha documentado la historia es que Alejandro era difícil de saciar en sus intenciones de llevar su conquista hasta los confines de la tierra. A sus 32 años de edad, había construido un imperio que se extendía desde Grecia hasta el valle de Indo.
Víctima de pothos, el vocablo griego para designar el deseo de lo inalcanzable, condujo a sus hombres al límite de lo físicamente posible. A orillas del río Beas, en las faldas del Himalaya, estalló una rebelión en sus filas. Quienes lo habían seguido durante su marcha de ocho años ya no podían más.
“Un veterano habló en nombre de todos: a las órdenes de su joven rey, habían recorrido miles de kilómetros, masacrando por el camino al menos a 750 mil asiáticos. Habían tenido que enterrar a sus mejores amigos, caídos en combate. Habían soportado hambrunas, fríos glaciales, sed y travesías por el desierto. Muchos habían muerto como perros en las cunetas por enfermedades desconocidas o habían quedado horriblemente mutilados. Los pocos que habían sobrevivido ya no tenían las mismas fuerzas que cuando eran jóvenes” (Irene Vallejo, El infinito en un junco).
Enfurecido porque ya nadie quería seguirlo, Alejandro se refugió en su tienda. Al cabo de dos días emergió, resignado. Había perdido por primera vez una batalla. Y, con su ejército, dio la media vuelta.
Poco después, en junio del año 323 a.C., el conquistador encontró la muerte en el palacio de Nabucodonosor II de Babilonia. Al día de hoy se sigue especulando si fue una enfermedad la que lo llevó a la tumba o si fue víctima de envenenamiento.
El caso es que poco duraría ese vasto imperio en manos de sus subalternos. Roxana, una de sus tres viudas, mandó asesinar a las otras dos, para eliminar a posibles competidores de su hijo nonato, quien acabaría muerto a los 12 años de edad.
Seleuco, uno de los oficiales de Alejandro, cambió uno de los territorios conquistados por 500 elefantes de guerra, que usó para combatir a sus rivales. Ptolomeo, el único de los lugartenientes que no terminó asesinado, se robó el cuerpo de Alejandro, embalsamado en miel y especias, que era transportado a Macedonia en un ataúd de oro.
Trasladado a Alejandría, el cadáver fue expuesto en un mausoleo –a la manera de Lenin en la Plaza Roja de Moscú–, que se convirtió en sitio de peregrinación hasta que fue saqueado durante una revuelta popular. Años después, el féretro dorado sería fundido para acuñar monedas.
Ayer, en la conferencia mañanera, el presidente Andrés Manuel López Obrador reflexionaba sobre su retiro de la política, un tema que ha abordado muchas veces en los últimos meses.
“Pronto ya no vamos a ser necesarios”, dijo el mandatario. “Ya por eso en el 24 me voy a ir tranquilo, si me lo permite la gente y me lo permite el Creador (…) porque vamos a dejar todo arreglado”.
El tabasqueño ve su Presidencia como el fin de la historia, pero la política es dinámica y la hacen los seres humanos. Cualquier plan que tenga para cuando termine su periodo estará sujeto a los designios de quienes lo sucedan en el poder, sean sus aliados o sus adversarios. Si el vasto imperio de Alejandro El Grande se desmoronó casi de inmediato luego de su muerte, ¿qué puede esperarse de la Cuarta Transformación después de 2024?
Cuando concluya el periodo para el que fue elegido, el 30 de septiembre de 2024, López Obrador no habrá cumplido aún los 71 años, una edad a la que todavía le sobrará el tiempo para poder atestiguar cómo se deshace el legado que se ha esforzado en construir.